2. Silencio

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Silencio. Eso era todo lo que había en esa habitación. Intentaba entender lo que estaba pasando. Alguien, con una mascara, me había secuestrado. No sabía donde estaba. Quizá en el sótano de su casa, o quizá a cientos de kilómetros de aquel parque, de Toby, de mi familia...

Empecé a llorar casi sin darme cuenta, no poder limpiarme las lágrimas me creaba aun más impotencia así que no lograba parar. De repente una voz, grave, fuerte, con tono cabreado, gritó:

- ¡Deja de llorar zorra!

Dejé de llorar al instante. Esa voz penetró en mi mente y me produjo terror. Era él, el hombre que me había raptado. Su voz no me recordaba a nadie, y eso, por una parte me tranquilizó, ya que me asustaba pensar que algún conocido me hubiera hecho esto. Pero, por otro lado, me aterraba no saber quien era, ni qué quería de mi.

Quería gritar con todas mis fuerzas, pedir ayuda y que alguien me escuchara. Intenté abrir la boca pero no podía, apenas se habría unos milímetros. Saqué la punta de la lengua y noté la fría cinta que me impedía hablar. Intenté mojar la cinta con mi saliva para ver si se despegaba pero tenía la boca muy seca. Iba a echarme a llorar otra vez cuando me dije a mi misma que no lo hiciera, que me calmara. 

Piensa Marta, piensa. Moví las manos, primero la derecha, la cuerda con la que me había atado estaba muy apretada, apenas podía mover los dedos . Probé la izquierda, estaba un poco más suelta, notaba que tenía una mayor movilidad pero aún así era imposible poder soltarla. Los pies los tenía atados juntos, con una cuerda distinta, más áspera y más gruesa. Intenté levantar la cabeza y algo me apretó en el cuello cortándome la respiración. Rápidamente volví a tumbarme, al parecer ese cabrón no quería que me moviera ni un sólo centímetro. Ni siquiera estaba en una cama, era más bien una placa metálica. Estaba congelada, hasta ese momento no me había dado cuenta de que estaba en ropa interior. Notaba como me apretaba la goma de las bragas y los aros del sujetador.

Intenté acordarme de qué me había puesto aquella mañana. Había sonado el despertador a las 8 como siempre, mi hermana, Sara, entró en mi habitación suplicándole que le dejara mis vaqueros nuevos, pero no se los dejé, quería ponérmelos yo. Salió de mi habitación enfadada y diciendo que me odiaba. La verdad es que la relación entre nosotras no era ideal, pero quería a mi hermana y ahora mismo daría cualquier cosa por estar con ella. Me puse los vaqueros, solo por fastidiarla, y una camiseta marrón de media manga con un buen escote. Sonreí al recordar por qué había elegido esa camiseta. La primera vez que me la puse, pillé a Carlos mirándome el escote. Carlos era el chico más guapo de clase, o al menos, lo era para mí. Me gustó desde el primer día que lo ví. La semana pasada me invitó a cenar, vino a casa a buscarme y me llevo a un restaurante precioso. Cuando me llevó a casa, me acompañó hasta la puerta y me besó. Después me dio las buenas noches y se fue. Recuerdo que no pude parar de sonreír en toda la noche, y que Sara me interrogó el día siguiente intentando que le contara qué había pasado. No le conté nada, ahora me arrepiento. Debería haberle contado lo fantástico que fue y haberle dado algún buen consejo para cuando llegara el día en que ella tuviera su primera cita. Sara tenía 16 años y, aunque yo siempre la he considerado una mañaca, era muy madura y, sobre todo, muy inteligente. Joder, ¿y si nunca más volvía a verla? ¿y si no pudiera nunca decirle a Carlos que le quería? No pude evitarlo y empecé a llorar otra vez.

Al cabo de unos minutos oí como alguien se acercaba, parecía que bajaba unas escaleras, escuché como habría uno, dos y hasta tres candados distintos y abrió la puerta. Noté su aliento, que apestaba a alcohol, a mi lado. 

- Es la última vez que te lo advierto, cómo te vuelva a oír llorar bajaré aquí y te daré un buen motivo para que llores- me dijo susurrándome al oído.

Me apretó la cinta de la boca, repasó las cuerdas de manos y pies y volvió a irse. Y ahí me quedé yo, otra vez. Sola, en silencio.

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