Sentí que estaba anocheciendo. El hecho de tener los ojos tapados durante tantas horas estaba haciendo que el resto de mis sentidos se agudizaran. Notaba en mi piel cómo el frío empezaba a hacerse insoportable. Había pasado horas escuchando como esos grandes pies se movían de un lado a otro de la casa. Desde la amenaza no había vuelto a llorar y él no había bajado. Si me concentraba podía imaginar hasta en que parte de la casa estaba en cada momento. Sabía cuando iba al baño porque momentos después de que dejaran de oírse sus pasos, escuchaba cómo el agua empezaba a correr por las cañerías del sótano. También escuché como el horno, o quizá el microondas, le avisaba de que tenía preparada su comida. Dios, tenía tanta hambre.
Recuerdo que el lunes, antes de salir a pasear a Toby, mamá me dijo que cenaríamos pollo con verduras al horno. La casa siempre se inundaba con el aroma del pollo y las especias que mamá le echaba. Olía tan bien. Pero salí a pasear a Toby y ya no regresé, espero que Toby volviera a casa y no le pasara nada. Me preguntaba cuánto tiempo habrían esperado mis padres en llamar a la policía. Me conocían y sabían que nunca me retrasaba. ¿Estarían ya buscándome? ¿Sabrían que alguien me había secuestrado o pensarían que me había escapado de casa? Era una amante de las películas y los libros de intriga y tramas policiales y sabía que con la desaparición de una joven de mi edad se barajaría la idea de una fuga. Pero yo jamás le habría hecho eso a mi familia, además, ¿dónde iba a estar mejor que en casa? Desde luego, no aquí.
Las necesidades básicas volvieron a situarse en primer lugar dentro de mi cabeza. Podía aguantar sin comer y beber unos días, pero necesitaba ir al baño. Hasta ese momento no había pensado en que iba a hacer cuando no pudiera aguantar más. Ese cabrón no bajaba ni a ofrecerme agua, ¿quería dejarme morir ahí? No entendía cuál era su objetivo. Mis padres no tenían dinero así que no me imaginaba que hubiera podido secuestrarme para pedir un rescate, tampoco había abusado de mi, de hecho a penas me había tocado. Necesitaba llamar su atención para intentar pedirle un poco de agua y suplicarle ir al baño, así que decidí hacer lo que más le desquiciaba. No me costó a penas empezar a llorar, lo cierto es que no llorar durante tantas horas me había costado mucho. Cualquier pensamiento, cualquier recuerdo hacía que se me humedecieran los ojos al instante, por eso había pasado tantas horas escuchando como mi secuestrador se movía por su casa.
No sabía cómo podía oírme llorar porque con la boca tapada no hacía a penas ruido. Pensé que a lo mejor tenía algún sistema de escucha en aquel frío sótano, puede que también tuviera cámaras. Se me erizó la piel imaginándome a aquel hombre, sentado en su salón, viéndome en la pantalla de su televisor. Tal y como esperaba, mi plan funcionó. En unos minutos ya estaba bajando las escaleras. Abrió la puerta y noté como entraba un poco de calor, al parecer él vivía arriba como un rey con calefacción mientras dejaba que yo me petrificara aquí abajo.
- Parece que no me tienes miedo - dijo a la vez que cerraba la puerta.
Yo lloré con todas mis fuerzas, desafiándole. Sabía que estaba arriesgándome, que lo que estaba haciendo podía ser peligroso. Yo estaba indefensa y no sabía de qué cosas era capaz ese hombre. Se acercó a mí, me puso una mano encima de la barriga y empezó a acariciarme. Yo intentaba resistirme, me movía tanto como podía teniendo en cuenta la poca movilidad que me dejaban las cuerdas. Intenté hablar y sólo se oían balbuceos.
- ¿Cómo dices? ¿Que quieres más? - dijo mientras subió su mano y empezó a tocarme los aros del sujetador.
Él tenía razón, ahora si estaba llorando con motivo. Un pervertido secuestrador me tenía atada en el sótano de su casa dispuesto a hacerme cualquier cosa. Intenté dejar de llorar para que parara de tocarme y se fuera. Pero el miedo estaba recorriendo cada rincón de mi cuerpo y me impedía tranquilizarme.