Mantra

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Cierra los ojos que tan hinchados le parecen sólo del cansancio que tiene. Los siente tan secos que incluso bajar sus párpados es una molestia para él. Pero no quiere abrirlos, porque parece muy bien, muy normal y como siempre, pero por dentro es el chico que se siente culpable, porque a pesar de no mostrarlo sí que lo hace. Es el que extraña a su madre, a su padre, a la mujer que lo cuidó, al hermano que alguna vez tuvo cerca.

Su vida era como una triste canción interpretada por un violín, que de a poco iba mejorando. Con su mejor amigo, la alegría con patas, su mejor amiga, la sobreprotección materializada. Y entonces estaba ella, luego de los tantos que venían, era la luz, el último empujón más potente que le faltaba a su vida. Quien había vivido la pérdida de seres queridos, pero que contrario a él sonreía como si su niñez hubiese sido lo mejor del mundo.

Que Lucy parecía tener reservas de luz infinitas, que parecía nunca se acabarían.

Brillaba y brillaba, como brillaba una canción de piano que te hacía cerrar los ojos, sentir, y descansar. La oda al último respiro que pudiera dar, que prometía una vida después de la muerte que fuera mejor a esa.

Todavía recordaba cuando despertaba a su lado por las mañanas, cuando planeaba su vida con ella en silencio, acariciaba su mejilla y adoraba sus cabellos dorados. Cuando se sentía como un niño otra vez, y de a poco una nueva y mejor persona. Cuando intentaba aprender a cocinar con ella como su maestra y al final terminaba todo desperdigado por una lucha estúpida, sin sentido, que sin embargo los hacía sonreír como si nada más les faltara.

Porque, ¿para qué?

¿Para qué querer más?

Con sus tristes pasados y todo, ellos se acompañaban, comprendían y lo tenían todo. Sólo con la certeza de que el otro nunca se iría.

Y apretó sus manos y sus párpados cuando volvió a recordar sus sonrisas, sus regaños y sus ceños fruncidos que a veces la hacían ver más adorable que amenazante —aunque por supuesto no le quitaba mérito porque bien que lo lograba—. De esa época en la que no le faltaba más. Y mordió su labio inferior cuando de nuevo pensó en la época de ahora, en la que nada tenía ya. Porque ella no estaba, porque él era como el manto de la noche. Siempre perdiendo sus estrellas, y aunque las recuperara, el dolor quedaba para siempre.

Ya no eran las mismas personas ni los mismos recuerdos, tampoco los mismos pensamientos y los mismos mirar.

Y apretaba, impotente, sin piedad de sí mismo la mandíbula. Porque no podía morirse ya, y no soportaba el peso. Cuántas estrellas más desvaneciéndose, cuántas constelaciones completas como Lucy siendo tragadas por sus agujeros negros.

¿Cuántas lágrimas debería guardar hasta que no pudiera más y explotar?

¿Cuántos vacíos tendría que soportar todavía?

Porque era sólo un chico que ni siquiera sabía por qué la vida se empeñaba en quitarle todo sin pensarlo.

Que lloraba en silencio por esas vidas y repetía como si de un mantra se tratase a la luz que le fue quitada. A sus constelaciones completas, brillantes y dichosas. A Lucy, a su Lucy.

—Simplemente no quiero extrañarte esta noche...

Y todo en vano.

Una vida juntosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora