En un chalet escondido en los apenas urbanizados campos argentinos, ubicado a no más de dos o tres kilómetros de la costa, Héctor disfrutaba del repiqueteo de las gotas contra el techo y de cómo ese bellísimo sonido traspasaba la opacidad de la madera para embriagar a la casa con la musa de la lluvia. La tosca vivienda no contaba con una aislación ilustre así que el frío de la lluvia se filtraba con asombrosa facilidad por las ingrávidas pero exuberantes grietas de las paredes de piedra. El repentino descenso de temperatura se sintió enseguida. Antes, fruto de la experiencia, Héctor se había avivado y había colocado algo de leña en la chimenea y en la salamandra. Lo hacía por costumbre, ya que de todos modos no ignoraba el hecho de que el calor de la casa jamás dependería de encender fuego, sino de un apropiado arreglo de la choza.
Resignado, decidió que si iba a pasar frío, que fuera en el porche. Así que tomó una reposera de playa, se acomodó en la entrada de la casa (siempre acompañado de su fiel banquito en el que apoyaba mate y pava) y empezó a leer. Por la techumbre caían las gotas que se deslizaban desde lo más alto de la casa hasta el borde de la misma para luego desplomarse contra la húmeda tierra. Fueron necesarios minutos para que en poco tiempo se formaran pequeños charcos. Pronto, la esencia de la lluvia permitiría exacerbar los colores de la naturaleza; el verde de las hojas se percibía más vivo, los troncos se tornaban de un marrón más oscuro, más fuerte, más ostentoso.
Le parecía hermoso cómo la lluvia resultaba ser un aderezo que fraternizaba con cualquier circunstancia. Cuando estás triste, y llueve, está bien. Cuando estás feliz, y llueve, está bien. Cuando tuviste un día de mierda, y llueve, está bien. Cuando simplemente tuviste un día, y llueve, está bien. Cuando se muere alguien, y llueve, está bien. Y cuando sencillamente llueve, mientras leés un libro en el porche de tu casa, también está bien.
"¿Y cuando te vienen a visitar?", dijo una voz en su cabeza.
Supo identificarla al instante.
-Veo que aprendiste a potenciar el 1023.
De pronto, una ventizca extraña revuelve algunas hojas y, a pesar de estar mojadas y, por ende, pesadas, formaron una especie de remolino en cuyo centro, como si fuese el proceso inverso a desvanecerse, apareció paulatina pero rápidamente una figura. Su artística presentación tuvo lugar en el centro del jardín que separaba el porche de la avenida, para nada transitada. Las álgidas gotas que regaban aquellas plantas no impactaban contra la silueta, como si se tratara de cierto espectro. Es que todo cerraba: la espeluznante voz retornando en la cabeza de Héctor como si fuera un eco que se perdió en una extensa cueva pero que encontró el final y rebotó para volver, la escalofriante aparición de esa figura y la intangibilidad de la misma, como si se tratara ni más ni menos que de un fantasma.
Pero no era un espectro ni un fantasma. Era Francisco.
-Y no solo eso; también creé algunos nuevos-contestó Francisco. Su voz ya no resonaba en la mente de Héctor, ahora brotaba de su garganta, y las palabras emanaban de sus labios.
-Creés que creaste-corrigió Héctor.
Francisco no se molestó en responderle. No entraría nuevamente en ese jueguito suyo. No, no esta vez. Esta vez venía para otra cosa.
- ¿Sabías que venía, no?
-Lo sentía, sí.
Un zorzal colorado se une a la sinfonía de la lluvia.
- ¿Y sabe a qué vine?
-Por supuesto.
-Y... ¿lo vamos a hacer por las buenas o...?
El zorzal y la lluvia eran sonidos que combinados producían cierto efecto artístico, inspirador, armónico.
-El Cubo Elemental no te pertenece, Francisco, y bien lo sabés.
El zorzal y la lluvia eran música. Y, por un momento, por unos minutos en los que Francisco se planteó y replanteó lo que estaba a punto de hacer, ambos dedicaron un tiempo a apreciar esta singular orquesta. Quizás solo fue Héctor, ya que Francisco permanecía cegado por el orgullo y la ambición.
-Perdón, maestro, pero si no me dice dónde está, no me sirve que esté con vida.
Del suelo, brotaron súbitamente dos raíces gigantescas que, al hacerlo, resquebrajaron, obviamente, las baldosas rojizas que formaban el piso del porche. Una impactó directo en el pecho de Héctor, empujándolo hacia atrás y provocando que se golpee la cabeza contra la gélida superficie de la pared. La otra lo rodeó con la agilidad propia de una serpiente estrujando a su presa. Y así de apretado se hallaba Héctor cuando Francisco incrustó su brazo, que en segundos se transformó en un pedazo de hierro en punta, en su corazón.
En otros tiempos, Héctor hubiera tenido tiempo de reaccionar para usar su cubo. Pero Héctor ya no tenía esa habilidad ni esa destreza. Los años le habían sentado mal y solo lo habían dejado con su ingenio (que tampoco era poca cosa). Ahora su cadáver yacía con una mirada inerte apuntando a la techumbre del porche y con sangre manando de la nuca.
No obstante, la sonrisa de Francisco fue efímera. Enseguida se percató de que la facilidad con la que había acabado con su rival era sospechosa. Al instante, notó que unas líneas finas se dibujan en la piel de su maestro, unas verticales, otras horizontales. Gradualmente el cuerpo de Héctor se estaba tornando cuadriculado. Luego esas rayas comenzaron a brillar hasta que el Héctor pasó a ser un cadáver conformado por pequeños cubos anaranjados y luminosos, como si fueran eslabones pegados uno al lado del otro. Lo que siguió fue un despiece que separó a todos los cubos.
Lo que Francisco no advirtió fue que detrás suyo el zorzal había bajado de la rama a la vez que su tamaño radicalmente aumentaba para simultáneamente adquirir una forma humanoide.
-Siempre fuiste desatento, Francisco.
Un relámpago aterrizó en Héctor, que hace instantes se había disfrazado de zorzal. Luego lo canalizó con técnicas señeras y lo dirigió hacia Francisco. Un albino haz de luz zizageante emergió de la yema de los dedos de Héctor e impactó en el pecho de su oponente. Mientras Francisco recibía la potente descarga, Héctor soltó:
-Hoy no te perdonaré, Francisco.
Aún a punto de morir carbonizado, Francisco alcanzó a responder:
-Yo tampoco.
Una tercer persona apareció con el mismo espectáculo que Francisco. Su silueta era más baja y menos fornida. Era un joven, de menos de diecinueve años.
-Papá, te presento a tu nieto-escupió Francisco mientras era electrocutado por una cantidad de volts irresistible para el soma humano.
Héctor tuvo un segundo para que la imagen de su nieto le encandilara la vista del corazón antes de morir.
Antes de que su propio nieto lo asesinara.
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Algoritmos
Science FictionGonzalo es un chico que tiene poca relación con su familia. Tras la trágica y misteriosa muerte de su abuelo, los Coutinho se ven obligados a viajar hasta Santa Clara del Mar, una pequeña localidad ubicada a veinte kilómetros de Mar del Plata. Así...