Capítulo 5

7 0 2
                                    

Es curioso cómo uno es invadido por esa extraña sensación de déjà vu. Hubo una vez en la que Gonzalo tuvo un déjà vu en medio de un partido de fútbol e intentó controlarlo, apoderarse de él, para anticipar un pase de un rival. No lo logró, por supuesto. Pero esta vez lo que Gonzalo sintió cuando vio la casa propiedad de su difunto abuelo, ubicada en Santa Clara del Mar, a veinte kilómetros de Mar del Plata, fue un déjà visité, es decir, el extraño conocimiento de un lugar nuevo. Bastó con mirar desde lejos el porche para que una ola de recuerdos de experiencias jamás vividas lo golpeara.

Por dentro, la casa lo golpeó con lo rudimentario; madera, muebles toscos, arquitectura muy básica, limpieza selvática, higiene somera, tierra, polvo, bichos bolita, caracoles, arañas... características propias de una casa antigua situada en el campo. Es más, tal vez había alguna rata dando vueltas.

—Bueno, piensen que, en realidad, está relativamente mantenida—comentó Walter, que siempre los sorprendía encontrándole el aspecto cómico y optimista a las cosas—. Hijo, ¿querés dar unas vueltas en bici para conocer? Qué se yo, andá hasta la playa si querés, levantate alguna mina...

Eso estuvo TOTALMENTE de más..., pensó Gonzalo.

—Tomá—le tiró unas llaves—, las bicis están en el galpón.

A Gonzalo le llamó la atención algo del juego de llaves. Tenía como llavero un cubo de Rubik. Cosa extraña; jamás le había visto ese llavero a su padre.

—Che, ¿es nuevo?

Walter se sorprendió por la pregunta. Luego entendió a qué se refería y comenzó a mirar a todos lados, distraído, evitando la mirada de Gonzalo.

—Emm, sí, sí—contestó, algo dubitativo. 

Y Gonzalo se percató de esa vacilación. Le extrañó mucho que haya actuado así de evasivo con una pregunta tan simple como esa.

Otra cosa rara es que lo haya incitado a ir a dar un paseo en bici. Básicamente le pidió que los dejo a Walter y a Elena solos. ¿De qué querrán hablar? Porque tranquilamente Gonzalo se podría quedar a ayudarlos a desempacar y demás.

Mmm, creo que hay algo que no quieren que vea.

El galpón estaba al fondo. Había un corto sendero de tierra que terminaba allí. En cuanto las vetustas puertas de madera fueron abiertas de par en par, una nube de polvo y tierra y unas cuantas telarañas a la deriva del viento le dieron la bienvenida. Había leña, artefactos extraños, herramientas de jardín, una heladera (sí, una heladera), tablas de surf, una pelota de fútbol, caracoles, más madera... todo esto de edad claramente arcaica. Al fondo, también oxidada y despintada, había una bicicleta roja (o que alguna vez fue roja). También, viejísima. Casi que ni servía. Pero con un par de arreglos...

En cuanto Gonzalo se agachó para verificar el estado de la bicicleta, una peculiar vibración tuvo lugar en el galpón. Se sentía más que nada en el techo, el cual templaba como un celular cuando recibe una llamada mientras que efluvios de polvo caían sobre Gonzalo y le provocaban tos. Pronto la vibración se propagó por todo el galpón. Hasta que, de repente, se detuvo. Paulatinamente los estratos de tierra se disolvían. A través de toda esa nube de mugre, Gonzalo distinguió un diminuto brillo que, cuando finalmente se disiparon, se potenció. 

El brillo provenía de un objeto que repentinamente había aparecido en el centro del galpón. Se trataba de un cubo que resplandecía de un color anaranjado, como el carbón cuando está siendo extremadamente calentado. Y daba esa sensación, como si el cubo en cuestión estuviese al borde de derretirse. 

El resplandor comenzaba a aumentar cada vez más y más. Gonzalo, precavido y prudente, optó por abandonar el galpón y llamar a sus viejos. Se paró y, tapándose los ojos debido al encandilamiento que generaba el misterioso objeto, corrió hacia la puerta procurando no patear el cubo. No obstante, y consecuencia de esa temporal ceguera que ocasionaba tanta luz, Gonzalo tropezó. Y, cuando su cuerpo impactó contra el hormigón del piso, su mano también tocó el cubo.

No se quemó. El cubo no estaba caliente. Pero realmente así lo parecía. Si uno lo miraba, verdaderamente amenazaba con fundirse en cualquier momento. Pero no, Gonzalo no sufrió ninguna quemadura. Es más, lo agarró con la mano y en cuanto el cubo se apoyó en la superficie de su palma, el brillo comenzó a aminorar.

—La puta madre—sentenció Walter, que hace tiempo que había estado observando la escena desde la puerta.

AlgoritmosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora