Capítulo 7

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Estos primeros sucesos pueden resultar inescrutables. Aparecen muchas palabras que uno no entiende y suceden cosas que uno comprende aún menos. Ahora, si ustedes, como lectores conscientes de una trama de ciencia ficción, están desorientados, imaginen (solo traten de imaginar) lo frustrado que estaba Gonzalo en este momento.

Gonzalo no sabía que su vida entera estaba estrechamente relacionada con los Rubiks, una raza descendiente de Ernő Rubik, el arquitecto y escultor húngaro que diseñó el famoso cubo mágico. Ernő Rubik sufríó una mutación en su A.D.N a la edad de los dieciséis años que derivó en una potenciación de su capacidad intelectual. Cuando Ernő tuvo hijos, se percató de que sus habilidades se habían transmitido a sus descendientes. El prestigioso profesor de arquitectura sintió entonces la responsabilidad de inculcar en sus hijos los conocimientos del cubo.

Ahora, ¿qué tiene de especial el cubo? Ernő Rubik descubrió que los poderes de la naturaleza podían ser canalizados en un objeto, de la misma forma que es aprovechada la electricidad. Fueron años de duro esfuerzo, de pruebas y errores constantes e innumerables, pero lo logró. Consiguió el acceso a algunas, no todas, de las propiedades de la naturaleza mediante un artefacto de diseño exclusivamente matemático, físico y geométrico, pensado detenidamente para el soporte de esas habilidades. Cada giro, cada vuelta, cada línea de color que se forma en el cubo, permite al que haya hecho esa operación (es decir, el usuario), acceder a esos susodichos poderes. 

Cuando Elena le explicó esto a su hijo, Gonzalo ató cabos con su intrínseca perspicacia.

—Los algoritmos...

—Así es. Los algoritmos son una sucesión ordenada y finita de operaciones. Mover tal línea, tal cara, de tal manera, permite llegar a un poder. 

—Pero entonces el número de algoritmos es...

—Casi infinito, sí.

De más está aclarar que esta conversación entre Elena y Gonzalo se dio después de horas de calmarse entre ellos, horas en las que Elena se encargó de que Gonzalo reaccionara y entendiera la situación. Le pidió con delicadeza lucidez y tranquilidad. Solo después de eso, Elena paró un taxi y le indicó el destino más lejano al chofer. De vuelta al taxi:

—Antes de morir, Ernő Rubik fabricó una última creación (así me lo explicó tu padre, eh, si me falta algo o tergiversé algo, no sé), en fin, antes de morir, Ernő Rubik creó un Cubo Elemental, que a diferencia de los cubos ordinarios, como el que maneja tu padre y tu tío, transciende los límites impuestos por la naturaleza, y permite controlar sin restricciones temporales ni parciales (después te explico qué es eso), los cuatro elementos. Agua, tierra, fuego y aire. Es decir, mucho, pero mucho poder. Poder que un cubo normal no te puede dar. Y el sediento y ambicioso de tu tío lo quiere, como si fuese poco un cubo ordinario... Déjenos aquí, por favor—le pidió al conductor.

Madre e hijo se bajaron y, sin soltarle la mano a Gonzalo, Elena caminó decidida hacia unos acantilados.

— ¿A dónde vamos?—inquirió él. No hubo respuesta.

—Ahora bien—siguió Elena que, al parecer, no había terminado—, semejante poder, no podía caer en malas manos. Así que Ernő Rubik lo pensó de tal modo que el Cubo Elemental pueda ser utilizado por un determinado usuario.

—Como el martillo de Thor—soltó Gonzalo de repente. A Elena le sorprendía el espíritu optimista de su hijo aún en esa circunstancia—Solo alguien digno puede usarlo.

—Ponele, algo así, sí. Y, al parecer, ese alguien...

—Soy yo.

El cielo estaba blanco. Blanco como cuando amenaza con llover en cualquier momento. Cerca de la costa, en los acantilados, hacía más frío y un viento ruidoso silbaba cerca de las orejas de Gonzalo y de Elena. Se estaba haciendo tarde y, por eso, Gonzalo podía notar que la marea había subido y que casi no quedaba playa en la que caminar. 

Había varios accesos a los famosos acantilados de Santa Clara del Mar. Podías bajar a una playa y caminar desde allí, bajar por empinados lugares (de tamaño pequeño y por los cuales solamente personas ágiles o mínimamente jóvenes podían pasar) o por unas civilizadas escaleras de piedra que conducían a la suavidad de la arena. Con el viento sacudiéndole el pelo, que le pegaba en al cara, Elena optó por esta última alternativa.

—Mamá, en serio, ¿a dónde vamos? 

Gonzalo tenía la cabeza en muchos sitios al mismo tiempo. Pensaba constantemente en su padre, en que había que ayudarlo. Pero al mismo tiempo, si era eso lo que tenían que hacer, ¿no lo estarían haciendo? Había una razón lógica por la que Elena los estaba llevando hasta allí. Otra cosa que desorientaba mucho a Gonzalo fue lo que le acababa de explicar su madre. ¿Y cómo no, si era una completa locura? ¿Poderes sobrenaturales? 

La única respuesta que Gonzalo obtuvo a su interrogante fue el romper de las olas contra las rocas. Olas que cada vez se acercaban más y más. Pronto no habría arena que pisar sin mojar los pies en agua salada.

Gonzalo pudo percibir la humedad de la arena apenas hicieron contactos las plantas de los pies con ella. Elena se dirigió con determinación hacia una cueva oculta en la base de los acantilados, como si hubieran hecho ese recorrido con la misma frecuencia que llevaban a Gonzalo al colegio. Sin entrar a la caverna, gritó:

— ¡Ernesto! ¡Ernesto!

Nada.

Elena entró a la cueva. La humedad y el frío eran lo único que ambientaban aquel oscuro lugar. Acompañados, por supuesto, de extraños bichos, caracoles, crustáceos y algunos peces muertos desparramados por la arena. Parecía que la estructura cedería en cualquier instante.

De pronto, como para comprobar esa teoría, un temblor. La cueva se sacudió y un efluvio de arena ensució a Elena y a Gonzalo. Pequeños granos se separaron del inestable techo para unirse a la arena del suelo, que ya se hacía sólida cuanto más profundo entraban en aquel túnel de arenisca. Unas manchas negras y marrones abandonaron la cueva para revolotear en la oscuridad de la noche.

—Nos encontraron—anunció Elena.

Pero de todos esos murciélagos que salieron volando, hubo uno que prefirió quedarse dormido dado vuelta.

— ¡Ernesto!—aulló Elena, esta vez imponiendo autoridad, como retando.

Entonces el murciélagos abrió los ojos y cayó al suelo. Una vez ahí, sus alas fueron aumentando de tamaño hasta transformarse en dos esqueléticos brazos y sus pequeñas piernas se alargaron. Su rostro se desfiguró hasta tornarse más humano, incluso apareció una barba y unas patillas espantosas (Gonzalo hubiera preferido al murciélago). Finalizada la metamorfosis, el ex-murciélago profirió:

— ¿Elena? ¿Qué hacés acá?

—No importa. Necesito que nos lleves a los dos a Buenos Aires. Tiene que ser ya.

— ¿Eh? ¿Por qué? ¿Qué pasó?

Otro temblor. Esta vez el techo de la cueva se desmoronó. Una roca inmensa cayó a centímetros de Gonzalo. 

— ¡Hijo! Quedáte conmigo. Ernesto, por favor, te lo explico allá...

—Eh..eh... está bien... yo...—se interrumpió. Una figura negra apareció en la entrada de la cueva, antes de que otra roca que antes formaba el techo se cayera y tapara la salida— ¿Ése no es...?

— ¡AHORA!

Ernesto se paró y corrió hacia los dos. Apoyó una mano en cada hombro y los tres, desaparecieron. Se esfumaron una milésima de segundo antes de que un relámpago se estrellara contra ellos.

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