Capítulo 4

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El velatorio fue sencillo y rápido. Lo que Gonzalo destacó fueron dos cosas: la experiencia de haber estado en un funeral, y la de poder ver el cuerpo. Su abuelo estaba acostado en un ataúd, vestido elegante, manifestando cierto cinismo, como si todo en su vida le hubiera chupado un huevo y finalmente, cuando partió, hubiese lanzado un "Buff, por fin, muchachos". Gonzalo creyó que, habitualmente, el ceño de su abuelo estaría fruncido. Sí, no parecía un tipo con el que se pudiera fraternizar con fluidez.

Fue en ese mismo momento, mientras miraba ensimismado las facciones de su difunto familiar, que advirtió que su padre estaba hablando con un hombre igual de alto que él, pero con incipientes rasgos de calvicie. Sus ojos brindaban una mirada algo... loca, como exageradamente rigorosa. Walter actuaba evasivo, sin establecer contacto visual, concentrado en la comida de la mesa. El hombre, por otro lado, no desclavó la mirada de los ojos del padre de Gonzalo. Tan solo un segundo se distrajo con su entorno para comprobar que no estaban haciendo una escena.

De todos modos, la escena se formó, cuando, con un gesto agresivo, el individuo tomó por el brazo a Walter, quien, primero, buscó soltarse y, luego de conseguirlo, se resignó, y se dejó tomar. El sujeto, sin despegar la mirada de Walter, susurró algo entre dientes, manteniendo esa mirada asesina.

—No. Te digo que no. No pienses que no sé a qué querés ir allá. No. Te digo que no.

—Dale, Walty, serían unas vacaciones familiares...

—No. Te estoy diciendo que no. Basta—el tono de Walter oscilaba entre sereno y severo, pero simultáneamente parecía estar a punto de estallar.

—Dale, boludo, los dos sabemos lo mucho que queríamos la propiedad de Santa Clara cuando éramos chicos. No te estoy pidiendo los papeles. Te pido un verano con mis hijos y mi mujer...

Generalmente, Gonzalo era un chico perspicaz. Pero cuando oyó esa conversación su clarividencia no supo notarse. En verdad no tenía idea de qué estaban hablando. Y mucha menos idea tenía de por qué su padre estaba negando a un hombre convivir unos meses con su familia en una propiedad para veranear. En serio, ¿por qué? Walter debía tener una muy buena razón para refutar ese pedido. Pero como observador entrometido, no podía sacar conclusiones prematuras. Cada segundo hacía más urgente la necesidad de saciar la intriga de Gonzalo.

Caminó distraídamente hacia su madre. Elena estaba conversando entretenidamente con váyase a saber quién. Pero de igual manera, Gonzalo no tenía reparo en interrumpir. 

—Má, ¿con quién está hablando papá?

—Eh..., disculpame un segundo—dijo a su receptor. Luego se volteó y preguntó:— ¿Qué pasa, hijo?

—Que con quién está hablando papá.

Elena alzó la vista.

—Ah, ése es... emm... tu tío Pancho, Gonzalo. 

Tío Pancho. Claro, con razón no lo conocía pero al mismo tiempo su rostro le sonaba vagamente familiar. ¡Es porque literalmente es familiar! Y, claro, ¿cómo iba él a tener idea de quién era si se trataba nada más ni nada menos que del hermano de su padre, con el que la relación que existe es nula y visiblemente fría? Incluso tuvo menos contacto con su tío que con su abuelo. Sí, la familia paterna de Gonzalo estaba bastante distanciada. Nunca entendió bien por qué. Solo sabía que su padre, Walter, jamás se comunicaba con su hermano ni con sus sobrinos. Todo este asunto de la muerte de Héctor debe ser un tema tajante, ya que reúne a toda esa disfuncional familia en un mismo sitio, a hablar de asuntos legales y de herencia. Seguramente tengan que intervenir abogados, los cuales posiblemente también se lleven mal. Qué lío, pensaba Gonzalo.

Walter se separó del tío Pancho y se acercó a Gonzalo y a Elena.

—Parece que nos vamos de vacaciones...

Saliendo del lugar, Gonzalo no pudo evitar detenerse en un joven sentado en una silla que lo fulminó con la mirada toda la ceremonia. Era pálido y de cabello oscuro, como sacado de una película de vampiros. En la mano, mientras examinaba a Gonzalo con ojos introspectivos y cargados con una energía de odio que casi se podía ver, un juguete. Uno de esos cubos de Rubik que a Gonzalo jamás le llamaron la atención por lo fácil que le resultaban. 

Lo curioso fue que cuando Gonzalo cruzó la puerta de la iglesia, el muchacho desapareció.

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