2do año. Secundaria. 14 años

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En el verano mi papá tuvo la idea de llevarnos de campamento a Carcarañá. El complejo era inmenso, con una gran pileta, canchas de fútbol y básquet, un bar/mini-supermercado, una sección de parrilleros y mesas al costado de un arenero, y otra sección para instalar carpas en pequeñas elevaciones de tierra, frente al barranco del río Carcaraña que bordeaba el camping y al lado de un bosque.

Acomodamos nuestra carpa en esa última sección, bajo un poste de luz que, por la noche, era lo único que brillaba además de las estrellas. Mientras mi padre peleaba con los caños y sogas para armar nuestra carpa, me acerqué hipnotizada al río, bordee su contorno, divisando troncos y camalotes, en el agua de color marrón por el barro que arrastraba. El pasto que pisaba me tapaba los pies y suavizaba mi caminar, cada paso era como ir por sobre las nubes. Las hojas de las ramas que colgaban de los árboles, peleaban con los rayos del sol para llegar a mis ojos.

El sonido del agua corría y me arrastraba hacía el bosque. Los pájaros comenzaron a cantar con mayor fulgor a medida que me fui acercando. Deje de ver el río pero su sonido me guiaba a través del camino de pasto hundido bajo miles de pisadas.

Había leído muchos libros de fantasía y ninguno describiría un bosque encantado, lleno de hadas y criaturas mágicas, tan bien como aquel lugar.

Entonces sentí un ruido, como de unos cascabeles y luego el llanto de un gato o tal vez un bebé, continué caminando hacía el ruido, caminando entre árboles y arbustos, entonces llegué hasta un pequeño lago donde el ruido se hizo más fuerte, los llantos gritaban pero no veía de donde provenían.

De entre los altos pastizales dos cosas salieron a mi encuentro.

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— Es el sonido de un sapo –dijo una voz detrás de mí, en el momento en el que un pequeño animal verde y viscoso emergió de entre las aguas de la laguna.

Me tambaleé hacía atrás media perdida, unas manos grandes y gruesas me tomaron por los hombros y me abrazaron, atrapándome en un gesto dulce y cálido. Por un momento no me atreví a moverme, luego giré mi cabeza con cuidado y me encontré con la de él apoyada sobre mi hombro. Su cabello cayendo sobre su cara, cubriendo su expresión.

— ¿Qué haces acá? – pregunté cortante.

— Te extrañé.

Me quedé callada, esperando que respondiese mi pregunta. Él no me soltó, se aferró más a mí.

— Mi familia y yo vinimos de campamento. Siempre venimos acá.

— ¿Sabías que iba a venir?

— No. Pero, que suerte que estés acá.

Sus brazos me dejaron y sentí un vacío instantáneo, me giré y lo miré, él me sonrió.

— ¿Vamos a caminar, linda?

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Pasamos toda la mañana paseando por el bosque, jugando a las escondidas, escuchando canciones, como en aquel viaje a Carlos Paz.

Cuando el sol arribó a su altura máxima y su calor comenzó a picar en la piel, nos dirigimos a donde estaban nuestras carpas. El olor a asado volaba desde las parrillas a todos los alrededores, mi estómago crujió y sentí vergüenza.

Nos sentamos a comer, pero no probé casi bocado. Él me miraba. Yo no quería que me viera tragar pedazo tras pedazo de carne.

Me levanté y me serví agua a montones, tomé una mandarina y comencé a desgajarla y saborear su dulce gusto mientras miraba con atención los restos del fuego en la parrilla. Los puntos rojos bailaban entre las cenizas, se prendían y apagaban, agonizando en sus últimos alientos.

Él, amor de mi vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora