La niña que cayó

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Lo último que recuerdo son los ladridos de los sabuesos que soltaron para cazarme. Yo corría, corría todo lo que mis piernas daban, que no es poco, a pesar de mi estatura siempre he sido rápida y ágil, no tenía idea de que esa cualidad sería tan determinante para mi futuro.

Lástima que eso no evitó que resbalara y cayera por el acantilado.

No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, debió ser poco. Cuando entreabrí los ojos pude darme cuenta de que el sol seguía en lo alto, la sangre en mi cabeza seguía fresca y el dolor que me atenazaba reciente. ¿Era la misma mañana?, me duele demasiado como para pensar, el resplandor acuchilla mis pupilas haciendo que dolor aumente, no estoy acostumbrada a tanta luz.

Escucho voces, pasos acercándose. Siento desesperación, ruego que no sean ellos, no escucho a los sabuesos, ni las voces de los guardias. Intento ponerme de pie pero lo único que consigo es que el dolor estalle como una explosión en mi cráneo, me obliga a permanecer quieta, ese solo esfuerzo casi logra arrancarme un grito. Ojalá esa punzada en los costados no sea una costilla rota.

Los pasos se detienen cerca, quién sea acaba de encontrarme, no necesito abrir los ojos para saberlo. Está a mí derecha. Finjo seguir inconsciente, es el mejor camino mientras decido qué hacer, si quiere llevarme de regreso o se trata de un ladrón.

La voz es de un chico, sí, joven, quizás tanto como yo. Siento sus manos comprobando mi pulso, revisando mi estado, le escucho maldecir al ver el reguero de sangre en mi cabeza que se confunde con mi cabellera roja. Él llama a alguien, a su padre y otros nombres.

La duda se apodera de mí, ¿serán parte de los guardias?, ¿otro grupo de búsqueda?, el temor comienza a carcomerme, mi consciencia está luchando por no desvanecerse. En un resquicio de última voluntad antes de perderme abro los ojos, con un movimiento rápido saco la daga que llevo oculta bajo la túnica y le apunto a la garganta.

El chico está sorprendido, es joven como lo imaginé, cabellos rubio cenizo y ojos grises, un color que no había visto en mi tribu, quizás por esa estúpida impresión perdí el impulso y mis fuerzas. El negro comenzó a llenarlo todo, y caí dejando resbalar la daga entre mis dedos.

≡≡≡

Nunca me había desmayado hasta ahora, es un estado bastante extraño.

No es como estar dormido, bueno, una parte de mí lo está, no puedo mover un dedo, no soy dueña de mí, pero a cambio, a veces llegan cosas en este universo de sombras, voces de personas, sonidos, frases distorsionadas, nada que pueda distinguir o retener. Son como el viento, vienen y se van.

Sigo la voz del chico, luego las de sus acompañantes, más tarde los chasquidos de algo moviéndose y finalmente un tumulto confuso que enmudece poco a poco, dejándome en la completa oscuridad y silencio.

Abro los ojos muy despacio al principio, luego parpadeo con fuerza y arrugo el rostro por los pinchazos en mi cabeza. Duelen como un enjambre de abejas. Significa que estoy con vida, en algún lugar... pero con vida.

Me encuentro en una tienda, yaciente sobre pieles y telas que conforman la rudimentaria cama. La fogata arde a unos pies de mí, del otro lado alcanzo a ver a alguien, una figura enjuta, cabellos de un descolorido castaño, largos y enmarañados salpicados por canas. Al acercarse veo que es una anciana, su collar de brillantes piedrecitas negras con varias vueltas alrededor de su flácido cuello es lo que llama mi atención por encima de sus humildes trapos.

—Veo que algunas niñas les gusta la aventura, a mí también me encantaba la idea de subir a las montañas a tu edad... sí —dice su voz rasposa y cansada, tiene un tono algo cadente que la hace agradable— creía que las advertencias de mis padres sobre los peligros de los bosques eran solo para asustarme.

Sus dedos despejan el flequillo sudoroso de mi frente.

—No eres de aquí, ¿cierto?, te habríamos reconocido de inmediato. ¿Eres una niña del exterior?

¿El exterior?, no entiendo qué me dice, mi confusión debió ser respuesta suficiente para ella.

—¿No sabes de dónde eres?

—No... —comencé a decir— no lo recuerdo.

—Ya veo, te golpeaste la cabeza, no se te ha roto nada por suerte, sí, la niña tiene mucha suerte —asiente la anciana, sonriendo— pudiste haber muerto con esa caída, Aldair te encontró y trajo hasta aquí.

—¿Aquí...?, ¿qué es aquí...?, ¿quién...? —Hice una mueca por el dolor, continué— ¿quién es usted?

—Soy lo una druwid*, me llamo Maebe, esta es la aldea de nuestro líder Kermond —la anciana me acerca un cuenco de arcilla con agua a los labios— bebe, debes tener mucha sed después de la fiebre.

Sí que la tengo, bebí al inicio de a sorbos, después tragos tan generosos que casi me ahogo. Tosí y cuando me calmé ella siguió hablando.

—¿Recuerdas tu nombre, pequeña?

Después de pensarlo un segundo asentí.

—Sí, me llamo Scáthach.

—De acuerdo, Scáthach, bienvenida a nuestra aldea. Por ahora debes descansar y recuperarte, si tienes un hogar a dónde regresar...

—No lo tengo, estoy sola.

—Oh, ya veo... bien, creo que nadie se opondrá si decides quedarte, hacen falta jóvenes en nuestra aldea. A mí me vendría bien una ayudante, estoy vieja para ciertas tareas.

Me vuelve a sonreír de esa manera tan amable, comienzo a dudar de sus intenciones, creo que es la primera vez que alguien es tan desinteresado conmigo. Asiento con la cabeza, no es mala oferta para la suerte que he corrido, tomaré la decisión después, cuando esté en todos mis sentidos.

Mis dedos rozan la vaina vacía de la daga, ella ve la alarma en mi rostro y se contiene de reír.

Esa daga es muy importante, no recuerdo ahora mismo quién me la entregó pero tengo la sensación de que es valiosa, no en su valor comercial. Es como una promesa.

—No te preocupes, está a salvo, podrás recuperarla cuando te levantes. Ahora, vamos a comer.

Mi estómago aprobó esa idea con un gruñido.   

En Tiempos de OscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora