Largas noches y espíritus: I

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Cuando eres adulto crees tenerlo todo bajo control, que es suficiente con una palabra de autoridad para que los niños hagan lo que quieres, sólo porque al fin y al cabo ellos son niños y tú eres el adulto.

Pero cuando tú eres el niño sabes que no funciona así, siempre encuentras la manera de hacer lo que quieres, de salirte con la tuya a pesar de lo mucho que te hayan fastidiado tus planes. A veces pienso que de eso se trata ser un niño.

No es fácil, nadie dijo que lo sería. El castigo es severo y no es demasiado lo que podemos permitirnos.

Para empezar, todo nuestro tiempo se repartía en labores. De día ayudábamos en los cultivos, de noche asistíamos a los celadores de la villa. Sólo si teníamos suerte nos quedaba la tarde para descansar o hacer otra cosa, siempre dentro de la cueva.

La mayoría de las veces ninguno de los dos tenía tanta suerte, en la Villa de los Topos siempre hay trabajo, no se dejen engañar con su tamaño. Reparar goteras de las improvisadas casitas de madera, coser tiendas, perseguir a la gallina que se escapó del corral —esa en particular fue un infierno— o quitar la maleza de los huertos. Mi único consuelo es que no me tocó hacer de partera, como Aldair en una ocasión.

—Parece que hubieras visto un espanto —comenté antes de morder la manzana que una de las aldeanas me regaló por mi buen trabajo en su huerto. Estábamos sentados bajo el manzano, de los pocos árboles que crecen aquí bajo tierra.

—Fue algo por el estilo —confesó un pálido Aldair, mirando sus manos como si dudase de que estuvieran allí— no entiendo como ustedes... como pueden.... ya sabes... —lo miré intentando no reírme de su expresión traumada— es horrible e impresionante al mismo tiempo. No puedo explicarlo.

—¿Lo dices por toda esa sangre o porque de allí pueda salir una personita? —Thülle devoraba un canasto de manzanas, no sé cómo cayó en sus manos, él siempre tiene un gran apetito— yo lo he visto muchas veces, solo que de forma diferente a la de ustedes los humanos.

—¿Ah sí? —lo miré curiosa.

—Hay hadas que hacen a sus bebés en capullos de flores o brotes de fruta —contaba muy animado— lo malo es que algunos se los comen por error.

Ahora la que llevaba la cara de trauma era yo, mis entrañas se revolvieron y creí por un momento que vomitaría. Otro de esos recuerdos repentinos asaltó mi mente con mucha nitidez, casi siempre me toman por sorpresa, como si ciertas palabras los despertaran.

—¿Te encuentras bien, Scáthach? —me preguntó Aldair, en su tono advertí una leve preocupación.

—Sí, me pasa por tener una imaginación muy viva —mentí.

Cada día que pasa se vuelve más difícil ocultarlo, cada día es un nuevo recuerdo de la vida que dejé atrás, de la cual estoy huyendo. Hay muchas cosas que quisiera contarles a Aldair y a Thülle, como las pesadillas que me asaltan cuando duermo mientras mi compañero me releva en la guardia, el lugar donde aprendí a usar la espada, el arco y otras armas o sobre cómo aprendí a leer runas.

No puedo decirles porque eso significaría mi muerte. Lo peor no es eso, lo peor es que mi silencio significaría la muerte de ellos.

Por la tarde, desperté de mi descanso agitada por otra pesadilla, otro recuerdo. No pude soportarlo más y lloré, no sé cuánto tiempo estuve escondiendo la cara en las telas del camastro, ni sentí cuando Maebe entró en la tienda, sentándose a mi lado. Me acariciaba la cabeza para consolarme mientras preguntaba en ese tono afable suyo a qué se debían mis lágrimas.

—No es nada —gimoteé intentando secarme las mejillas por tercera vez, era inútil porque enseguida volvían a mojarse, las lágrimas no se detenían— fue solo un mal sueño.

En Tiempos de OscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora