Los días que estuve convaleciente pasaron más deprisa de lo que creí, entre largas siestas y otras largas conversaciones con Maebe. Esa curiosa pero entrañable anciana que era mi contacto con el mundo exterior, aun no estoy segura si lo que me inspira es afecto o desconfianza, ni cuál de los dos prevalecerá al final.
Se comporta como una abuela conmigo, o creo que esa es la forma en que las abuelas son con sus nietos, no lo sé con certeza. Nunca conocí a la mía.
Maebe pasaba varias horas platicándome, de su día en la aldea, las hierbas que encontró en el exterior, el comportamiento de los animales, a veces mencionaba algunos detalles sobre cómo la aldea llegó a establecerse bajo tierra.
—Era lo más seguro para nosotros —decía, con una mirada perdida y algo dolida— tuvimos que escapar de los dominios que pertenecen a los señores de Erinn cuando nuestro líder escogió la rebelión, muchos de los nuestros murieron para que nosotros permaneciéramos con vida.
Vivir en un complejo de cavernas resultó la mejor opción para ocultarse y sobrevivir cada día. Ella dijo que muchos en la aldea piensan que los Fomoré les olvidaron, por eso tienen cada vez más confianza en salir al exterior a cazar o recoger leña.
—Recorremos el bosque adyacente a la caverna principal, se conecta con la mayor parte.
—¿No han explorado todas las entradas y salidas de las cavernas? —pregunté curiosa, haciendo una pausa para morder una hogaza de pan.
—Tenemos un grupo que sale a explorar con regularidad, ellos fueron los que te encontraron —me respondió Maebe, frunciendo un poco el ceño— hay unos cuantos caminos que están prohibidos para todos, van directamente a las profundidades del bosque. Nunca debes ir allí, Scáthach, ni sola ni acompañada, los últimos aventureros que desobedecieron esa orden no regresaron.
—Entiendo.
Cómo son muy pocos los jóvenes que hay en la aldea mi aceptación no fue tan difícil... al menos eso fue lo que yo creí al inicio. Una noche Kermond vino personalmente a entrevistarme. Sentada sobre el camastro de telas y pieles respondí la mayoría de las preguntas, las que podía permitirme en mi situación.
—Así que te llamas Scáthach, Maebe dijo que no recuerdas demasiado de dónde vienes y que no tienes a donde ir —inquirió, mirándome con fijeza— ¿es cierto, niña?
—Sí señor, apenas recuerdo mi nombre.
—¿No recordarás por qué caíste al acantilado y qué hacías en el bosque?
—... creo que resbalé, y no, no logro recordar que hacía allí —respondí dubitativa— quizás solo estaba buscando aventuras.
Escuché a Maebe sofocar el comienzo de una risita al percibir la mirada de Kermond. Pensé que la regañaría por insolente, eso hacen los jefes, pero me sorprendió que simplemente lo dejara pasar.
Kermond es robusto, pelo hirsuto castaño —casi rubio sucio— atado en una trenza larga, barba entretejida en dos delgadas trenzas, facciones cuadradas, una cicatriz horizontal en el puente de su nariz y otra en la mejilla derecha. Sus ojos grises son peculiares, un momento sientes que sabe cuándo vas a mentir y al otro parece un sujeto comprensivo.
Conozco a alguien que es así, alguien que no recuerdo bien su rostro o su nombre. Tal vez por eso no siento la lengua floja, contando cosas que no debo contar. Me suda la frente, puedo decir que es por el calor de la choza y no por los nervios.
—Ya veo, aventuras, típico de los jóvenes —pareció aceptar esa respuesta— espero que hayas aprendido a ser más cuidadosa. A los dioses del bosque les encanta la carne fresca.
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En Tiempos de Oscuridad
FantasíaLos celtas creen que la noche engendra al día. Los celtas tienen razón. En una época donde Irlanda es azolada por el reinado de los terribles dioses de la muerte conocidos como Fomoré, y los humanos son sus vasallos, comienza a surgir desde las entr...