¿Qué he hecho?

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Nueva York

1 de abril de 1973

La comida estuvo bastante bien. Muy bien. Hubo momentos del día, cuando sonreía y saludaba, en que a Dena le interesaba de verdad lo que la otra persona le contaba. Algunas veces parecía que, cuanto peor se sentía, mas amable se volvía. Un ataque de remordimiento. ¿Y si aquellas personas la hubieran visto hacía pocas horas, borracha como una cuba? Se habrían horrorizado. Pero aunque estaba allí con expresión tranquila y relajada, por dentro se sentía como si se arrastrase por el suelo. Tuvo la suerte de que la comida terminara a tiempo. Cerca de las tres menos cuarto de la tarde, las aspirinas, los Alka-Seltzer, el Valium y los dos vasos de Bloody Mary que había logrado tomar estaban perdiendo sus efectos, y Dena sentía aquel terrible dolor de cabeza sombrío y palpitante al acecho, dispuesto a atacarla como una manada de bisontes. Comenzó a arderle el estómago otra vez,  y le dolían los músculos del cuerpo como si hubiera caído desde un décimo piso. En los últimos diez minutos comenzó a sudar ligeramente y notó un tic en el ojo izquierdo. Pero aguantó hasta el final.

Subió a un taxi y le dió la dirección.

  — Al ciento treinta y cuatro de la calle 58 Oeste, por favor.

Sonrió y se despidió de la gente con la mano. Cuando el taxi dobló a la izquierda, alejándose del parque, y los perdió de vista, estuvo a punto de desmayarse del alivio. La comida había pasado. Por fin podía dejar de sonreír. Ya podía irse a casa, tomar más aspirinas y otro Valium, beber una cerveza helada y meterse en la cama a dormir. Sólo le quedaba aguantar un rato más.

Pero aguantar no resultaba muy fácil con aquel taxista que conducía dando violentas sacudidas, frenando de golpe y haciendo dar coletazos al coche de un lado a otro.

— Señor — dijo Dena, inclinándose hacia delante — , ¿podría conducir con más suavidad, por favor? Estoy recuperándome de una operación de la cadera.

El taxista no le prestó atención; se limitó a dirigirle una mirada hosca y a murmurar unas palabras en un idioma desconocido. Siguió conduciendo con movimientos bruscos y exagerados,  y frenando de golpe. Dena sintió que la manada de bisontes le acechaba de nuevo la cabeza. Lo intentó otra vez.

  — Señor, por favor...

Notó que el hombre no le hacía caso. Se dio por vencida, se apoyó contra el respaldo y trató de sostenerse como pudo. ¡Santo cielo! ¿Quedaba algún taxista en Nueva York que hablara inglés? Además de no saber una palabra de su idioma, aquel tipo era desagradable y grosero, y era evidente que odiaba a las mujeres. Además, despedí un olor tan penetrante que resucitaba a un muerto. Se bajó en el cruce de la calle 58 con la Sexta Avenida, porque no le quedaban fuerzas para explicarle cómo dar la vuelta. Cuando le entregó un billete de cinco dólares para pagar el viaje de cuatro con setenta, él se volvió a mirarla con expresión adusta, dio un gruñido y extendió la mano esperando una propina.

  — ¡Mira, desgraciado — le espetó Dena— , si esperas una propina, será mejor que primero aprendas a conducir, a hablar inglés y a ser educado!

El conductor le gritó algo en su idioma, quien sabe qué, arrojó el cambio al suelo y escupió. Mientras arrancaba, protestando, le gritó la única palabra que Dena entendió.

— ¡Puta!

Ella lo insultó levantando el dedo corazón y gritándole:

  — ¡Gilipollas! ¿Por qué no te vuelves a tu país, imbécil?

AL alzar la voz, le aumentó el dolor de cabeza y, además, la gente se detuvo a mirar. Observó a su alrededor y pensó: <<Estupendo. Aquí estoy, en una esquina, con resaca, convertida en la típica americana grosera.>> Era probable que la hubieran reconocido y que apareciera al día siguiente en The Daily News.

Bienvenida A Este Mundo, Pequeña - Fannie FlaggDonde viven las historias. Descúbrelo ahora