Prólogo

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  • Dedicado a A mi madre, a Sofía, a Alex y a Marta.
                                    

¿Sabes aquella sensación molesta, de oír el tic-tac del reloj, y que este sonido eclipse a todos los demás?

Si no lo sabes, pregúntale a Natalie Smith, la conocía más que bien. A sus quince años no recordaba haber dormido una sola vez. Se iba a la cama como cualquier otra persona, pero jamás había podido cerrar los ojos y descansar como es debido. ¿Y cómo era eso? Pues la mantenía despierta el tic-tac de un reloj aparentemente inexistente. Todos los de su casa habían sido sacados, y no quedaba ni uno sólo, digital o analógico. 

Su pálida piel blanca y sus cabellos negros se veían entristecidos por unas ojeras que, depende de qué días, iban desde el más helado de los azules al más oscuro de los morados, sin seguir ningún patrón claro.

A Natalie, su problema del reloj le afectaba en otros campos, claro. La incapacitaba a la hora de estudiar o de permanecer atenta en horas de clase. 

Los recreos se los pasaba “descansando” en la biblioteca, ya que había un mínimo de silencio que le permitía cerrar los ojos e imaginar que dormía. Eso no servía de mucho, pero no tenía nada mejor que hacer. No es que tuviera muchos amigos.

Varias veces había acudido a psicólogos y psiquiatras, quienes la intentaban convencer de que tal reloj no existía. Que se lo imaginaba ella. Que estaba loca. Y ella, a falta de una explicación mejor, lo creía sin problemas.

Los pobres padres de Natalie, Marshall y Lucinda, ya no sabían qué hacer con su hija, ya que habían probado con acupuntura, hipnosis y hasta relajantes químicos de todo tipo para que la niña durmiera. No consiguieron nada, por supuesto. La chica seguía con ojeras y sin dormir.

Lo más extraño, es que fuera dónde fuera, el odioso sonido del reloj parecía perseguirla así que no había ninguna posibilidad de dormir en ningún sitio.

Nuestra verdadera historia empieza aquella mañana del sábado 14 de julio (y digo mañana porque eran las 4 de la madrugada pasadas), cuando a Natalie se le ocurrió buscar el reloj por su cuenta, ya que se había pasado desde más o menos las once (cuando su hermana pequeña Sophie, de siete años, se fue a la cama, y su hermano mayor Scott, de diecinueve, se fue a casa de un amigo para pasar la noche allí) mirando la misma película de la sección de autoayuda de la biblioteca con el título de “Solucionar tú mismo el problema siempre va a ser más complaciente que que te los solucione el vecino” una y otra vez. 

Así que, casi con odio, Natalie salió en busca del maldito reloj.

Tenía que dejar de funcionar. 

De molestarla.

De robarle el sueño.

Así que buscó por toda la casa aquél ruido que no la dejaba en paz. Sabía que era una tontería, pero era mejor que sentarse a ver otra vez esa película que sólo le daba más ganas de rastrear cualquier rincón. 

Puso todos sus sentidos (sobretodo el oído) en localizar el tic-tac. Y eso la llevó hasta el desván.

Natalie se sorprendió. Ella paseaba por la casa habitualmente, y nunca había oído que el tic-tac se intensificara.

Subió los peldaños, desgastados y gimientes, hacia la última planta de la casa. Siguió escuchando, hasta un baúl detrás de unos cuadros de su madre.

Tenía una capa de polvo que hacía que la piel marrón del baúl pareciera grisacea. Natalie pasó los dedos por ella, dejando cuatro senderos de cuero, antes de estornudar violentamente.

–Maldita alergia…– masculló.

Natalie tenía entendido que en el ático había un baúl de su tía abuela Claire, así que supuso que sería el que acababa de encontrar. Ella nunca había conocido a Claire, pero su abuela le había explicado su historia sobradas veces. 

Claire, con quince años, se volvió totalmente loca. Padecía de insomnio, cómo Natalie. Desapareció dos semanas y al volver a casa (más bien al aparecer misteriosamente en su casa, ya que una mañana bajó del desván corriendo y gritando), empezó a hablar sobre que había viajado en el tiempo. Por descontado, la mandaron a un centro de salud mental, de donde desapareció a los veintidós años. Toda la familia de Natalie sigue pensando que la dirección del hospital mintió sobre la desaparición.

“Seguramente, alguna enfermera se equivocó de medicación, o le dio una dosis demasiado alta de algo, y la pobre Claire murió entonces. Pero para no hacer mala publicidad del hospital, el director nos dijo a la familia que se habia escapado”– decía siempre la abuela de Natalie.

En ese momento, las palabras resonaban en su cabeza.

Alzando un montón de motas grises, levantó la tapa abombada del baúl. Estornudó un par de veces más antes de poder fijar la vista para ver que aguardaba en el interior del arcón.

Dentro habían muchas cosas viejas, pero aparentemente nada de valor: Un tocadiscos, juguetes con engranajes de latón, una muñeca, una caja de música con una bailarina… Pero lo que más le llamó la atención fue una bolsa de terciopelo negro, con una inscripción en hilo dorado: “Time slips through your fingers”, en inglés, “El tiempo se te desliza entre los dedos.”

La abrió y dentro de la bolsa encontró un reloj. Un reloj de cristal azulado, tan grande como su propia mano abierta, y con cinco agujas en vez de tres. Dos de ellas, las que sobraban (una larga y fina cual alfiler, y otra más corta y gruesa), giraban en la dirección contraria a las demás: una más rápida que los segundos y la otra más despacio, pero más rápida que la de los minutos.

-Qué extraño…– susurró ella, aunque nadie pudiera oírla.

El molesto sonido contradecía aquella belleza. Era del todo idílico que algo tan pequeño y bonito le hubiera estado robando todos sus sueños desde que recordaba.

Así que, sintiéndolo mucho, había qué hacer lo que se debía hacer: El reloj tenía que dejar de funcionar. Natalie buscó la tapa para quitarle las pilas. No la encontró. Básicamente, porqué no tenía, ya que debía ser de principios del siglo XX. 

Se le ocurrió que tal vez fuera con placas solares, pero se sacudió la idea de la cabeza al acordarse de la capa de polvo de la bolsa y del baúl. Tampoco habían engranajes ni nada por el estilo.

Pensó que lo mejor era acabar con todo aquello desde la raíz. Lo sentía de veras por lo bonito que era, pero supuso que le gustaría más dormir que oír el reloj. 

Se puso en pie con la obra de arte en la mano, alzó el brazo, y lo tiró con fuerza contra el suelo.

Antes de que tocara la madera y se hiciera añicos, del reloj salió un destello de luz blanca que bañó a Natalie y el desván por completo.

The Time Road: Los Caminos del TiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora