Capítulo I

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  • Dedicado a Ane y a Cotic. Ellas saben.
                                    

Natalie se encontró de pie en el desván al desvanecerse el haz de luz. Ya no oía el tic-tac, y vio que la luz del sol que empezaba a despuntar por el horizonte a través de la redonda ventana de la habitación.

Puso especial atención en escuchar cualquier cosa que sonara a su alrededor.

Nada.

El tic-tac había parado.

–¡Qué alivio!– exclamó. Ya se había acostumbrado a hablar sola, ya que a altas horas no había nadie que la escuchara.– Ahora recogeré los pedazos del reloj y…

Se paró en seco. No había ni un solo indicio, a parte del cese del sonido, de que el aparato se hubiera roto. No había ningún trozo esparcido por la sala. Ni un golpe en la madera del suelo. Ni una sola señal que probara que aquél infernal reloj hubiera reventado.

–Bueno.– se encogió de hombros.– Pues ya lo recogeré por la tarde. ¡Ahora me voy a la cama, a recuperar quince años de sueño del tirón!

Bajó las escaleras canturreando una canción sobre un limonero que había sonado en la radio hacía poco, vestida con un pijama de manga corta, rosa, viejo y gastado y las zapatillas de conejito que le regaló Scott para Navidad.

Al llegar abajo, se dio cuenta de que algo fallaba.

Sí, indudablemente estaba en su casa.

Su casa, pero más o menos doscientos años antes.

Se paró en medio de un corredor mal alumbrado, con las paredes oscuras (que ella ya recordaba, pero con mucha luz y pintado de azul cielo).

–¿Mamá?– preguntó.

No obtuvo respuesta, pero, evidentemente, alguien más estaba en la casa. Unas cuantas personas más.

Se empezó a inquietar y a mirar a su alrededor, ya que todo había cambiado. Fue a la que era su habitación, cada vez apresurando más el paso, hasta que se dio cuenta de que corría por el pasillo. Se sentía confundida y un poco mareada.

Abrió la puerta rápido y entró en una pequeña sala. Cerró detrás de ella y se dejó caer apoyándose en la puerta y tapándose la cara con las manos. Soltó un lago suspiro.

–¿Perdóneme señorita, pero se puede saber que hace en mi habitación?

Apartó las manos y vio que la habitación en la que se encontraba estaba pintada con pinturas azules y violetas. En el techo, azul oscuro, habían puntos blancos, simulando estrellas.

Había un pequeño escritorio de madera debajo de la ventana no muy grande, que tenía las cortinas corridas, y encima de éste se encontraban papeles alborotados, bosquejos, lápices, plumas estilográficas, y relojes. Pero a Natalie, los sonidos de éstos últimos no la molestaban en absoluto.

–¿Señorita?

Al lado izquierdo de la habitación, había una litera. Y en la litera de arriba una niña, de unos nueve años, de ojos enormes y voz fina, la observaba. Tenía abierto sobre las piernas cruzada un enorme libro antiguo, y tenía el pelo largo y azabache recogido en dos coletas. Llevaba un camisón recargado e iba descalzo.

Natalie se planteó una pregunta muy interesante: ¿Por qué su habitación (y en realidad, su casa entera) había cambiado tanto en los veinte minutos que había estado en el desván?

–¿Señorita, qué hace en mi cuarto?

–Pues...– Natalie empezó a sudar.

–Perdóneme, soy muy mal educada.– se disculpó.

Bajó ágilmente por la escalerita que estaba apoyada en la litera. Se plantó en frente de Natalie y dijo con voz solemne:

–Soy Leslie Bennett, a su disposición. Parece usted que está un poco mareada, seguro que se ha perdido. Si me dice su número de habitación, le puedo ayudar a volver a ella.

The Time Road: Los Caminos del TiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora