2. El Caballero sin Señor

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El llegar a un lugar nuevo era algo que Neil siempre agradecía: ser un caballero errante, sin un Señor al que servir, libre de acciones cuando se viajaba, obedeciendo únicamente cuando él quería ofrecer sus servicios a alguien, era la mejor paga de su oficio. No siempre era bien visto, eso lo sabía, pero a él poco le importaba. Neil eligió esa vida sin familia, mas odiaba cuando era comparado con un mercenario. No era aquello, tenía honor, algo que no se podía decir de un mercenario, cuyo honor variaba dependiendo de la cantidad de monedas que pusieras a su alcance. Para Neil la paga era un techo, comida y una causa justa, nada más, y eso era lo que le enseñaba a Erwin, su compañero de viaje, un muchacho de diecisiete años que lo acompañaba desde hacía tres tras quedar huérfano por culpa de unos asaltantes.

Por aquellos días él no quería hacerse cargo de un niño, menos uno de edad tan problemática, pero el chico había insistido tanto en seguirlo y decirle que le debía la vida (pues él había matado a los asaltantes que asesinaron a sus padres antes de que fueran a por el muchacho) que terminó por aceptar. Neil apenas había comenzado su vida de Caballero errante: tenía entonces apenas veinte, se había quedado solo hacía no mucho, sabía poco de lo que era vivir por cuenta propia. Lo único que lo mantenía con vida era el saber manejar una espada y haber sido armado caballero cuando tenía dieciséis bajo la luz del sol y la mirada orgullosa de su padre y madre, y los dulces ojos de quien fuera su amada.

Oh, todavía recordaba aquel día como si apenas hubiera ocurrido, sin sentir los siete fríos inviernos que habían transcurrido. Todavía no sabía cómo era que las cosas habían acontecido como lo hicieron, cómo todo había cambiado tanto. Cerró los párpados y negó con la cabeza, no quería recordar aquello, el corazón aún le dolía. Su partida costó más de lo que hubiese pensado.

Llegaron a una posada. Erwin se encargó de los caballos mientras él buscaba al dueño o dueña del lugar. Una anciana era quien se encargaba de todo con la ayuda de su nieto, un muchachito de no más de quince años, muy similar a su compañero en altura aunque, contrario a Erwin, él era mucho más tímido. Neil no sabía si era debido a que vivía con un hombre errante —según el mito popular, siempre escuchaba lo mismo— o si ya era su personalidad predeterminada, pero Erwin tenía un carácter chispeante que cautivaba a cuanta joven se cruzaba en su camino, y él no les era esquivo.

—¿Cuántas noches planean quedarse? —les preguntó la anciana mujer cuando Erwin llegó.

—Creo que podríamos descansar unas semanas —dijo el joven—. ¿No crees, Neil?

—Sólo esta noche —corrigió él, aceptando la mesa que la mujer les ofrecía para cenar. Debían descansar pero eso no significaba que se quedarían allí por siempre. Erwin era un terco, sabía que nunca se quedaban mucho tiempo en un lugar a menos que fueran requeridos por algún Señor. El dinero no les sobraba, debían cuidarlo.

—¿Podemos descansar unos días? —se quejó el muchacho, dejándose caer en la banca de madera.

Erwin tenía toda la energía de un joven aunque, siendo solamente tres años menor que él, parecía un niño, siempre quería estar metido en algo y, así mismo, era un vago declarado. Neil ya le había advertido muchas veces que aquello le traería problemas algún día, pero el menor prefería hacer oídos sordos. Si bien Erwin lo acompañaba desde hacía tiempo, parecía no tener interés alguno en convertirse en Caballero (después de todo, la edad para hacer el juramento ya había pasado hacía casi una veintena de lunas), prefiriendo la vida sin compromiso que compartía con Neil, disfrutando de la compañía de una mujer diferente en cada pueblo o ciudad, divirtiéndose y bebiendo gratis por las noches en compañía de hombres que apenas conocía —Neil aún no sabía cómo— y uno que otro bardo que los animaba en su algarabía.

La Doncella de Parlosk (PAUSADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora