Las miradas la seguían como barcos a un faro en una tormenta, y es que ella era una tempestad. Con su falda hipnotizaba al tiempo y sus labios hacían enmudecer a los corazones más fríos. Sus pestañas eran balcones al océano, y su cuello era un mapa de un tesoro oculto bajo mil capas de escarcha. Aquella mirada distraída, como buscando algo de magia en los lugares más estériles, sin darse cuenta de que ella llevaba la magia debajo de los párpados.
Siempre se pedía una cerveza, y se colocaba con calma un cigarrillo en la boca. Tenía las ojeras de quien ha sido decepcionado cientos de veces, y aún así sonreía con soltura.
A veces sacaba su teléfono móvil y lo ojeaba con cierto nerviosismo: Última hora de conexión. Lo ha leído. No hay contestación.
Su expresión se arrugaba durante un instante, cerraba los ojos, respiraba y otra sonrisa.
A veces me gustaría sentarme al lado suya, decirle que yo siempre tengo tiempo para contestar y para leer poesía, y que no me importaría leer sus labios durante el resto de mi vida.