3. Adriá/Un extraño mensaje.

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-Para que logres comprender todo lo que me llevó a vivir lo que viví, tendré que contarte las cosas desde el inicio.-Me dijo Adriá con la mirada fija en el humo que desprendían los inciensos.


-Está bien, te escucho.-Respondí con un tono desesperado.


Todo comenzó el primer día de clases, el despertador sonó a las seis de la mañana, saqué la mano de entre las cobijas para apagarlo, palpé con ella para ver si lograba encontrarlo sin tener que destaparme la cara, al ver que no fue así, di un golpe con el puño cerrado, consiguiendo tirar el despertador al suelo.


Metí de nuevo la mano a las cobijas para poder dormir un poco más, cuando por fin estaba conciliando el sueño mi madre tocó la puerta de mi habitación.


-Adriá, levántate ya, no querrás llegar tarde a la escuela el primer día.-Dijo ella con un tono de voz dulce, pero lo suficiente fuerte para despertarme.


-Sí má, ya estoy despierto, gracias.-Respondí con tono molesto, pues yo quería seguir durmiendo.


Pensando que si no me levantaba, mi madre se molestaría y entraría a la habitación para obligarme a salir de la cama, me quité las cobijas y de un salto me puse de pie, tomé las gafas del buró que estaba del lado izquierdo de la cama. Estiré los brazos para desperezarme mientras dejaba escapar un gran bostezo.


Fui hacia a la ventana para correr las cortinas, al hacerlo, una luz blanca entró de manera abrupta iluminando toda la habitación. Aquella luz tan intensa me obligó a cerrar los ojos, me di la vuelta y me dirigí al espejo de cuerpo completo que estaba a un lado de mi cama, observé mi rostro detenidamente. Mi cabello, que en aquel entonces lo llevaba un poco largo, estaba todo enmarañado, como si un ave hubiese querido hacer su nido en él; mis ojos color miel, era lo que más me gustaba, estaban rojos por la luz que me dio directamente; mi nariz recta y pequeña hacía que me viera mucho más joven; mis labios delgados y rosados, era otra de las partes de mi rostro que me gustaban, lucían más por el tono blanco de mi piel.


Me quité el pijama y pude contemplar mi cuerpo, era delgado y bastante blanco, no me gustaba mucho mi físico, en varias ocasiones traté de hacer ejercicio para marcar más los músculos, pero nunca lo conseguía, era demasiado perezoso.


Tomé una toalla del armario y salí de mi habitación para ir a ducharme, pues el tiempo pasaba rápido y no quería que se me hiciera tarde porque me estresaba.
Al regresar, llevaba la toalla envuelta en la cintura. Mi madre ya había dejado el uniforme sobre la cama, lo vi detalladamente y me gustó. Era un pantalón beige, una camisa blanca, el chaleco era color azul rey, el saco era verde claro y los zapatos cafés.


Mientras me vestía puse un cedé en el estéreo que tenía en el escritorio, era mi disco favorito, puse la pista número dos que se llamaba "Ópalo Negro", la canción comenzó a sonar y yo no pude evitar cantar y bailar. Era una canción tan llena de magia, con un sonido tan único, pero al mismo tiempo era triste, nunca pude explicar lo que me hacía sentir.


Volví a mirarme al espejo, para arreglar mi cabello, decidí peinarlo hacia el lado derecho, lo alboroté un poco y le puse crema para peinar.


Me encontraba haciendo esto, cuando un intenso frío se apoderó de mi cuerpo, me estremecí tanto cuando en el espejo se reflejó la sombra de una mujer, no pude distinguir bien sus rasgos, solo escuché que susurraba algo, lo poco que logré entender era: "Ten cuidado, no puedes confiar en nadie."


Puse los ojos como plato cuando escuché eso, me di la vuelta para tratar de ver si había alguien detrás de mí. Mi sorpresa fue que, al hacerlo, no había nadie. Rápidamente tomé la mochila que estaba sobre la cama y salí de mi habitación.

Ópalo NegroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora