Capítulo 1: Héroe.

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Michael Blackmoore amaba su trabajo.

Y era en serio.

Su parte favorita era el contacto directo con la naturaleza, el aire fresco, los animales, las plantas y la paga. Oh, la paga era asombrosa. Tan asombrosa que podía permitirse rentar un pequeño departamento cerca de  Notting Hill y mantener a un perro mestizo recogido de la calle. Aunque Pimienta, una extraña cruza de labrador y gato egipcio nunca le agradeciera la solidaridad.

Volviendo al trabajo; el zoológico de Londres era un lugar estupendo para laborar. Yupi. Excepto por un pequeñísimo y minúsculo detalle: la mierda.

Hizo una mueca muy a su pesar mientras sacaba una carretilla y una pala del depósito del zoológico y pensaba en las toneladas enteras de apestosa popo salvaje que tendría que recoger, rodeada de moscas muertas de hambre.

—¡Eh, Mike!

—¿Qué hay, Jake? —devolvió el saludo a su compañero con una sonrisa de lo más radiante mientras empujaba la carretilla delante de él.

En cuanto se volteó, la sonrisa se desvaneció de golpe. Había llovido tan fuerte en las últimas horas que seguramente lo que recogería sería un caldo de lo más aguado.

En total, cuando era uno de los que tenían que hacer la limpieza, debía recorrer 15 hectáreas de terreno, recoger los pastelitos de más de 16 mil especies diferentes y regresar a guardar todo, oliendo no muy precisamente a Hugo Boss.

Ya había experimentado de todo. El primer día, los simios treparon a los árboles y le arrojaron estiércol (que se supone que tenía que recoger) a la espalda mientras gritaban y saltaban en son de burla; una alpaca le escupió en la cara una baba viscosa llena de porquería y más tarde resbaló con una hoja, cayendo en el excremento cremoso de los elefantes.

Oh, sí. Revitalizante.

Bueno... quiten esa cara, la paga era buena.

Se detuvo frente a la entrada trasera del recinto de cristal de los periquitos australianos, exclusiva para el personal, y tomó el pesado llavero con más de 30 llaves diferentes que colgaba de su grueso cinturón de cuero con compartimentos para guardar un desodorante, un arma del tamaño de un revólver cargada con dardos tranquilizantes por si acaso, comida para arrojar a animales pequeños y esa clase de cosas.

En cuanto abrió la puerta metálica, una treintena de periquitos de diferentes colores se despertaron y comenzaron a revolotear sobre su cabeza. Michael sonrió y frunció los labios para silbar una canción. Los periquitos le respondieron y poco a poco se tranquilizaron, posándose en la corteza de los troncos artificiales.

Continuando con el tema de la mierda; había de muchos tipos, unas más asquerosas que otras. Verdes o cafés, grandes o pequeñas, duras o caldosas, apestosas o súper-extra apestosas. Para la de los periquitos solo había que usar guates y no era tan desagradable, pero el tamaño de los animales era directamente proporcional al grado de inmundicia y asquerosidad de sus excrementos. Michael se sentía intelectual explicándole eso a las chicas turistas que se acercaban a fotografiar a los animales, mientras él solía hacer su trabajo dentro de las jaulas. En serio que no entendía a las extranjeras, pero  parecía que entre más sucio, sudado y apestoso estaba, más sexy lo encontraban. Había días en los que él terminaba siendo la atracción principal. Incluso siempre querían tomarse una foto con él, las cuales segura y vergonzosamente acabarían en cuentas ajenas de Facebook.

Sin salirnos de nuevo del tema, el excremento de los elefantes era el más pesado y grande, pero no el más asquerosa. Oh, no. Sin duda, ese premio se lo llevaba las bestias felinas. Se cundía de larvas con facilidad, las moscas pululaban sobre los restos de carne podrida sin digerir y el hedor hacía que los ojos de Michel lloraran como si estuviera bañándose con agua de cebolla. Era la parte más dura a la que se tenía que enfrentar.

Te quiero, pero voy a matarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora