Capítulo 3: El dios del rock.

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—¿Estás seguro de que tu madre no notará que pegaste el espejo del baño con cinta adhesiva?

Allan infló las mejillas y soltó el aire lentamente, haciendo ese gracioso ruido que hacen los globos al desinflarse.

—Mamá casi nunca usa ese baño, tiene el suyo propio en su habitación. Las mujeres nunca quieren poner el culo en el mismo lugar donde los hombres lo ponen.

—Qué filosófico eres.

Allan conducía por una calle de West Harrow, muy cerca del borde verde del bosque. Reby había insistido en que necesitaba desesperadamente recuperar su maleta. Llevaba cosas muy importantes que no quería perder a manos de un deslave por las lluvias o un ladrón.

Después de pasar un alto, Allan la miró de soslayo y frunció el ceño.

—¿Qué te pasa? Llevas revolviéndote todo el camino.

—Tu cama es muy incómoda, parece que duermes en una mesa quirúrgica; me duele la espalda.

Allan chasqueó la lengua.

—Te ofrecí el sofá de la sala y lo rechazaste.

—Sí lo acepté. Llegó tu madre y te llamó <<bruto nada caballeroso>> ¿recuerdas?, luego te envió a ti al sofá y me dejó tu cama —volvió a revolverse en el asiento—. Está claro que nunca ha dormido en ella...  Oh, espera, creo que es por ahí —estiró su brazo por encima del volante, indicando una densa zona de vegetación.

—¿Cómo sabes que es por ahí? —preguntó Allan mientras se orillaba para aparcar.

—Huelo mi rastro.

Una cerca de red metálica de medio metro de altura marcaba la línea divisoria entre la tierra fresca del bosque y el asfalto.

El cielo de Londres normalmente era grisáceo, y en efecto, lo estaba. Reby siempre miraba al cielo y trataba de ocultar que estaba asustada o nerviosa, pero Allan sabía lo que había detrás de sus ojos de zafiro y llevaba consigo una sombrilla en la mano, por si acaso.

Sobre la red metálica se encontraba un tensado alambre de púas. Reby se hizo para atrás, tomó impulso y apenas con esfuerzo la saltó sin problemas, incluso tenía gracia y lo hacía parecer más fácil de lo que realmente era. Un arbusto se la tragó, pero luego de un momento, las ramas comenzaron a vibrar y Reby emergió de entre las hojas.

—Vamos, Allan, no tengas miedo. Muy probablemente salgas con algunos rasguños sangrantes y pierdas un ojo, pero no morirás.

Allan soltó un resoplido sarcástico.

—Mira cómo me parto de risa —le lanzó la sombrilla mientras él se hacía para atrás—. Olvidas que no todos los terrícolas somos Gatúbela.

Cuando estuvo lo suficientemente lejos como para tomar un buen impulso, flexionó las rodillas, poniéndose en posición, se quedó estático un momento y se persignó rápidamente; murmurando alguna oración; mirando de soslayo hacia el cielo como si le pidiera a todos los ángeles cinco segundos de alas.

Reby puso los ojos en blanco, y en ese pequeño instante se perdió de la "gran hazaña" de Allan. En un segundo, estaba quejándose en una posición antinatural: boca abajo sobre el arbusto, con la cabeza enterrada entre las ramas interiores y una pierna enganchada en el alambre de púas por la parte del dobladillo de sus vaqueros.

Reby se concedió tres segundos de risa y luego fue a sacar a su amigo del apuro. Allan se dejó caer boca arriba sobre las agujas caídas de los pinos. Tenía la cara llena de finos rasguños sangrantes, en los brazos había unos cuantos más gruesos y el dobladillo de su pantalón se había rasgado.

Te quiero, pero voy a matarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora