James

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El frío del atardecer hizo estremecer a James. La temperatura había bajado desde el aterrizaje. Se acercó a la hoguera, sin hacer caso de las miradas maliciosas que provocó su irrupción. Todas y cada una de las noches que había estado confinado, se había dormido soñando con el momento de su llegada a la Tierra. En su sueño, le tomaba la mano a Alexia mientras ambos contemplaban la Tierra maravillados. En cambio, James se había pasado el día rebuscando entre piezas chamuscadas del equipo e intentando olvidar la cara que había puesto Akexia cuando lo había visto. No esperaba que se le arrojara a los brazos, pero tampoco esperaba que lo mirase como si quisiera verlo muerto.

—¿Crees que tu padre ya la habrá palmado? —le preguntó un waldenita que parecía algo más joven que James. Varias personas soltaron risitas.

A James  se le encogió el corazón, pero hizo lo posible por mantener la calma. Podía tumbar a unos cuantos de aquellos vándalos sin pestañear. Se había declarado campeón indiscutible del combate cuerpo a cuerpo durante la formación para el regimiento de oficiales. Por desgracia, él solo era uno y los otros, noventa y cinco; noventa y seis contando a Alexia, que por lo visto se había convertido en su mayor enemiga de todo el planeta.

Se le había caído el alma a los pies al no ver a Walquiria en la nave. Para horror de todos los habitantes de Fénix, la habían confinado poco después que a Alexia, y aunque James había frito a preguntas a su padre, no había conseguido averiguar qué infracción había cometido su amiga. Ojalá supiera al menos por qué no la habían seleccionado para la misión. Por mucho que intentara convencerse a sí mismo de que a lo mejor la habían indultado, sabía que con toda probabilidad seguía confinada, contando los días que faltaban para su inminente cumpleaños. Se le hizo un nudo en el estómago al pensarlo.

—Me pregunto si el joven canciller nos obligará a cederle una parte de cada ración —preguntó un chico arcadio, en cuyos bolsillos abultaban los paquetes nutritivos que había recogido en el caos posterior al accidente. Por lo que James podía calcular, las raciones que tenían les alcanzarían para un mes, menos si la gente seguía quedándose con todo lo que encontraba. Por otra parte, no era posible que esas fueran todas las provisiones; tenía que haber un contenedor con más comida en alguna parte. Lo encontrarían en cuanto hubieran acabado de inspeccionar los restos.

—O a lo mejor espera que le hagamos la cama —apostilló una chica bajita con una cicatriz en la frente.

James los ignoró y alzó la vista a la interminable extensión de azul intenso. Era sobrecogedor. Aunque había visto el cielo en fotografías, jamás había imaginado que el color pudiera ser tan vívido. Le impresionaba pensar que un manto azul —compuesto de algo tan insustancial como cristales de nitrógeno y luz reflejada— lo separara del mar de estrellas y del único mundo que había conocido. Se le encogió el corazón al pensar en los tres chicos que no habían sobrevivido lo suficiente como para contemplar toda aquella belleza. Sus cuerpos sin vida yacían al otro lado de la nave.

—¿Camas? —bufó otro—. Ya me dirás tú dónde vamos a encontrar una cama en este lugar.

—¿Y dónde diablos se supone que vamos a dormir? —preguntó la chica de la cicatriz, mirando a su alrededor como si esperara que unos cuantos barracones brotasen de la nada.

James carraspeó.

—El equipo incluye tiendas de campaña. Solo tenemos que acabar de revisar los contenedores y recoger todas las piezas. Mientras tanto, deberíamos enviar a alguien a buscar un arroyo para saber dónde vamos a levantar el campamento.

Criminales en tierra.(Cancelada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora