Capítulo 8

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La ranura de la puerta se abrió y pasaron la comida, templada e insulsa. Santana tenía hambre y vació el plato de judías y arroz en silencio.

Su compañera de celda hizo lo mismo.

Era como ambos sobrevivían.

Se negaba a permitir que el ruido constante y los gritos de los demás presos lo irritaran. No se quejaba de la comida ni de la suciedad. Desde el primer día de su llegada, exceptuando alguna palabra imprescindible, había guardado silencio, se había adaptado al sistema aunque algunas guardias habían intentado provocarla.

Cuando llegó a prisión le hablaron de su compañera de celda y de las palizas que podía esperar. Mientras se quitaba el traje, los zapatos, el reloj y las joyas, habían advertido al chica rica lo mal que le irían las cosas. Después la habían examinado y duchado con una manguera. Santana no había dicho nada.

La habían empapado con una manguera muchas veces antes. No había espejo donde mirarse, así que desde que lo habían rapado, se pasaba la mano por la cabeza. Llevaba el uniforme de tela vaquera y áspera sin pensarlo. Había llevado ropa peor y había estado más sucio y hambriento en muchas otras ocasiones.

Santana conocía la calle. Había crecido en el peor entorno y había sobrevivido. Había salido de la nada y había vuelto a ella, como siempre había temido. Pertenecía a ese mundo anónimo y brutal, y era el que merecía. Santana había llegado a pensar que tal vez su auténtico hogar estuviera allí, no bebiendo champán y degustando caviar; ni planteándose comprar una casa en la montaña y formar una familia. Había sido una idiota al permitirse pensarlo, una idiota al bajar la guardia, porque esas cosas no eran para ella.

Habían congelado sus cuentas y sus amigos y colegas dudaban de ella. Sentir las esposas cerrarse en sus muñecas había supuesto un alivio temporal mientras Santana volvía al duro mundo que siempre había sabido que lo reclamaría. Pero ese alivio se había diluido y dado paso a un intenso sentimiento de injusticia. A veces tenía la sensación de que iba a estallarle la cabeza, y estaba tan tensa que se creía capaz de arrancar los barrotes de la ventana de la celda con las manos, o atrapar balas con los dientes; pero procuraba no pensar en eso.

Nunca mostraba su ira y apenas hablaba.

Su compañera de celda era uno de las mujeres más temidas de la prisión. Dirigía el lugar y tenía contactos dentro y fuera. Las guardias habían pensado que ponerlos juntos sería como poner dos toros en el mismo prado. El lema de São Paulo era «No me dirigen. Dirijo». Así que habían puesto a la chica rica que dirigía el mundo de los negocios con la mujer que dirigía a los presos, y habían esperado oír a Lopez llorar. Pero cuando lo metieron en la celda, Santana había sostenido la mirada de Fernanda y asentido con la cabeza. Había dado las buenas tardes y no había obtenido respuesta; Santana no había vuelto a hablarle. Ignoraba a su compañera, eso convenía a los dos, y con el paso de los meses la tensión se había disipado. El silencio entre ellos era amigable; ambas respetaban la intimidad de la otra en una amistad sin palabras. Santana terminó su comida. No tardaría en hacer su tabla de ejercicios.

Hacía una semana que no les dejaban salir al patio, así que se ejercitaba en la celda. Se imponía un ritmo y seguía sus rutinas para mantener la cordura. Aunque se había adaptado al sistema y seguía las normas de la prisión, empezaba a rechazarlas cada vez más. En su interior había ido creciendo la ira y no podía dejarla explotar, porque quería estar allí cuando fijaran la fecha de su juicio, no en una celda de aislamiento.

Se tumbó en su litera e intentó no esperanzarse demasiado con la idea de salir bajo fianza quince días después, tras la vista preliminar. Rachel le había dicho que no confiara en la fianza, había involucrada demasiada gente de alto nivel que no quería verla libre.

Carcel de Amor -Adaptación Brittana G!PDonde viven las historias. Descúbrelo ahora