Day 4: The Journey.

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Lunes, antepenúltimo día del mes de agosto.

Los lunes solía pesarme para seguir llenando el récord del peso que había perdido mientras entrenaba en el gimnasio, y solía regresar eufórica a la casa a contarle a mi papá, para que supiera que no estaba pagando la mensualidad en vano, a mi mamá, para que se animará a comprar más frutas y verduras, y a Carla, para que reafirmara la confianza que paso a paso construía. Ese lunes no hice nada de lo que acostumbraba, me levanté tarde para encontrar una casa vacía y en silencio, estando sola y sin miradas evite comer dulces y harinas, evite pensar en el, simplemente me pasé toda la mañana imaginando insegura la reacción de la gente al verme caminar más despacio, más despeinada y descubierta que de costumbre, sin el montón de papeles y cuadernos que cargo encima, contemplando más que cualquier otro día la peligrosidad de subir las escaleras de la universidad.

Luego de ducharme y poner mi mejor cara de falsa despreocupación, me acomode el vestido que jamás pensé me pondría para la universidad, me despedí de mi mamá mientras le prometía de nuevo que le escribiría todo la tarde cualquier por menor de mi travesía, y me subí al taxi, de nuevo a contar la historia de como alguien de mi edad termina con un píe fracturado sin haber estado involucrada en alguna clase de accidente automovilístico, como la mayoría suele preguntar al detallar a la morena corpulenta que camina torpe con las muletas. "¿moto nena?". Me baje en la esquina y solo 50 pasos me bastaron para sentirme derrotada nuevamente, caminar así suponía no solo un esfuerzo físico sino una coordinación mental importante, fuerza en los brazos y la pierna sana, fuerza que saque de lo más profundo de mi ser con tal de no terminar ahogada en la mitad de un anden ante decenas de miradas indiferentes. Por donde pasaba, me encontraba voces curiosas por saber de mi, y tristemente dejaba atrás risas indiscretas y miradas de desapruebo ante lo tonta que mi accidente me hacía parecer ahora. No niego que había personas verdaderamente atentas y preocupadas, dispuestas a sostener una puerta o a ofrecerme un asiento, pero ante tantos desaciertos recientes y con la sensación de que nadie comprendía el infierno que atravesaba mi ánimo decaía. Recorrí ambas sedes, subí y baje escaleras, sude mares y lastime aún mas mis brazos, ni hablar del dolor que sentía en las manos al tratar de empuñar un lápiz para tomar apuntes en clase, me mortificaba saber que aún tenía otros 41 días de este martirio, no sobreviviría. De nuevo pensaba que mis proyectos estaban en la cuerda floja y se balanceaban peligrosamente, como yo al tratar de sostener el peso de mi cuerpo en el aire para subir los escalones mal diseñados de la universidad, que aunque rodeada de personas vigilantes para evitar que cayera cerraba los ojos temerosa y desconfiada de que, como en otros aspectos de mi vida, me dejaran caer.

Tenía mucho tiempo de no tener tantas ansías de llegar a mi casa para poder ocultarme del mundo bajo mi cobija, y precisamente eso ansiaba mi corazón desinflado, buscaba un refugio permanente para curarse los moretones que dejaron las pisadas de tantos nómadas que habían caminado sobre el sin rumbo fijo. Mi recorrido por la universidad se había vuelto una metáfora de mi vida.

La universidad: Un par de edificios antiguos y remodelados a las malas, de apenas 3 pisos peor que parecían altos e imponentes ante la realidad de que tendría que subir escalón por escalón para llegar a clase. Un camino largo que aunque conocido me costaba recorrer, años y años de baja autoestima, de mirarme al espejo sin ver nada especial en la persona que me devolvía la mirada, buscando excusas para no usar nada vistoso o colorido para no atraer la atención a mi desfavorable apariencia física, preocupándome siempre por ser alegre y divertida, por hablarle a todos amable y amistosa para compensar por lo fea que creía que era, manteniendome siempre en la línea invisible que separa a "la fea esa" de "solo le falta arreglarse", desacostumbrada a escuchar palabras bonitas dirigidas a mí, convencida de que era todas las palabras hirientes que había oído decir a otros al referirse a mi y cada tanto agregándole más sal a la herida.

La gente vigilando mi caída: Atentos a cualquier mínimo desliz para tratar de evitar mi caída, o tenderme una mano para levantarme si mis fuerzas no eran suficientes para hacerlo por mí misma. Dispuestos a tenderse en el suelo junto a mí si sencillamente aún no me sentía dispuesta a ponerme de píe nuevamente, a callar cuando era el momento preciso para llorar, a escuchar cuando el peso del mundo se venía encima y la única salida era explotar y dejar en el aire ideas y teorías inconclusas sobre el porqué de las cosas, y a caminar conmigo, o a correr , o incluso a volar si me sentía tan amada como para abrir mis alas, o en este caso a ir cojeando con las muletas.

La clase: Imposible de ignorar, cansona pero necesaria. La amenzante voz de reproche entre tanta incomprensión, confiada de que con decirme de mala gana que debía aceptarme como soy, arreglarme el maquillaje y procurar mantener el cabello perfectamente arreglado solucionaría todos mis problemas, la voz preocupada, pero poco comprensiva que no entendía como era posible que anduviera por ahí mendigando amor como perro abandonado.

Yo: Cansada y con un pronóstico pesimista sobre mi futuro, exhausta y con ganas de esconderme y dejar de interactuar con el mundo, de levantarme una mañana y ser todo lo que la voz de reproche espera de mí. Con un deseo latente de no estar en esa situación, de no tener heridas ni en el cuerpo, ni quebrantos en el alma, de mirarme al espejo sin sonreír para afuera y lamentarme para adentro, con ansías de días buenos y alegres y bonitos, como los que los idiotas me prometían, pero que nunca se quedaron a disfrutar a conmigo. Yo, que decidida a llegar a mi objetivo aunque cansada y sin conocimiento de lo que costaba alcanzarlo me desplazaba con lentitud y mucho esfuerzo, a veces alentada, otra veces con más ganas de detenerme que de seguir intentándolo, que creía que era una lucha en vano contra mis demonios, pero que con cada resonar de las muletas contra el piso me daba cuenta que era más valiente, que podía ganar esta batalla y que la recompensa de esta travesía llena de obstáculos era el amor propio. Y el amor propio era invaluable.

The Maca Jarta diariesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora