'Atraviesen sus filas y pisotéenlos sin piedad. Aplasten a los vivos y deléitense en su terror'.
Hecarim es un coloso blindado que cabalga desde las Islas de la Sombra a la cabeza de una hueste de jinetes espectrales para dar caza a los vivos. Un monstruoso híbrido de hombre y bestia condenado a cabalgar por toda la eternidad, que goza matando y aplastando almas bajo sus cascos de acero.
Nacido en un imperio caído y olvidado hace tiempo, Hecarim ingresó como escudero en una legendaria compañía de jinetes conocida como la Orden de Hierro, una hermandad cuyos miembros habían jurado defender las tierras de su rey. En su seno soportó el entrenamiento más duro que se pueda imaginar, un régimen terrible que lo convirtió en un guerrero formidable.
En su paso a la adultez, Hecarim logró dominar con facilidad todas las formas de combate y las estratagemas de la guerra. Tras ver la facilidad con la que superaba a todos los demás escuderos, el caballero comandante de la Orden de Hierro se dio cuenta de la grandeza que albergaba el joven en su interior y lo reconoció como un posible sucesor. Pero a medida que pasaban los años y Hecarim acumulaba una victoria tras otra a lomos de su poderoso corcel, el caballero comandante comenzó a vislumbrar una oscuridad cada vez más grande en el corazón de su lugarteniente. La sed de sangre y la obsesiva hambre de victoria de Hecarim estaban erosionando su sentido del honor y, al comprenderlo, el caballero comandante se dio cuenta de que el joven caballero no debía convertirse en señor de la Orden de Hierro. Lo convocó a sus aposentos privados para comunicarle que no sería su sucesor, y Hecarim, aunque enfurecido por la noticia, se tragó toda su rabia y continuó con sus deberes.
Llegó una nueva guerra y, en el transcurso de una batalla en la que participaba la Orden, el caballero comandante se encontró rodeado de enemigos y separado de sus hermanos. Solo Hecarim podía acudir a auxiliarlo, pero en un momento de rencor, decidió volver la grupa y dejar morir a su comandante. Al finalizar la batalla, los caballeros supervivientes, ajenos a lo que había hecho su vengativo hermano, se arrodillaron sobre la tierra ensangrentada y juraron servirlo como señor.
Hecarim cabalgó hasta la capital, donde se reunió con Kalista, la generala del rey. Kalista se dio cuenta de que se encontraba ante un hombre excepcional y por ello, cuando la esposa del rey cayó herida por la hoja envenenada de un asesino, encomendó a la Orden de Hierro que permaneciera junto al monarca mientras ella partía en busca de una cura. Hecarim aceptó, pero el hecho de que le asignaran una tarea que él consideraba insignificante plantó en su interior la semilla del resentimiento.
Permaneció junto al monarca mientras este se sumía en una locura inducida por el pesar. Presa de la paranoia y enfurecido con aquellos que querían separarlo de su agonizante esposa, el rey envió la Orden de Hierro por todo el reino a sofocar revueltas que solo él veía. Hecarim dirigió la Orden de Hierro en una serie de sanguinarias operaciones de represión, que le granjearon fama de implacable ejecutor de la voluntad del rey. Ardieron ciudades enteras y la Orden de Hierro pasó por la espada a centenares de personas. El reino estaba sumido en la oscuridad y, a la muerte de la reina, Hecarim comenzó a tejer un velo de falsedades alrededor del rey. Le dijo que había descubierto la verdad sobre el asesinato y solicitó su permiso para invadir otros países con la Orden de Hierro, con la única intención de alimentar más su siniestra fama.
Pero antes de que partiera, Kalista regresó de su misión. Había encontrado una cura para la enfermedad de la reina en las legendarias Islas Bendecidas, pero había llegado demasiado tarde para salvarla. Horrorizada al ver lo que había sido del reino, la generala se negó a contar lo que había descubierto y fue encarcelada por su desafío. Hecarim, viendo una oportunidad de aumentar aún más su influencia, decidió visitarla en su celda. Tras prometerle que haría lo que pudiera por contener la furia del rey, logró convencerla de que le contara lo que sabía. De este modo, y aunque de mala gana, Kalista accedió a guiar la flota del rey a través de los encantamientos que protegían y ocultaban las Islas Bendecidas.