[7]-El bar del día 31-

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«Era la noche de Halloween, el cielo estaba nublado, la noche era extraña y también silenciosa...». 

El silencio que inundaba aquel sombrío parque era sepulcral, parecía que estuviese vacío, y en cierto modo lo estaba. Unos niños de diez años de edad, ataviados con unos disfraces caseros que no se podría adivinar de qué iban vestidos, se habían ido del parque después de conversar entre ellos durante un rato. 
Los balancines del parque chirriaban meciéndose con el viento y los columpios bailaban impulsados por el frío que empezaba a nacer la noche del treinta y uno de octubre. 

Las nubes caían sobre el cielo como si de espesas pinceladas se tratasen, una fina niebla se incrustaba en la atmósfera y los semáforos parpadeaban intermitentemente en las carreteras de la ciudad. 

Eran las once de la noche. Era temprano y la fiesta había empezado para la mayoría de gente y estaba por acabar entre los niños y niñas que regresaban a sus casas cargados de chocolatinas y demás dulces, felices de estar en compañía de sus amigos. 

Ninguno de ellos sabían que la esencia de Halloween, no era pedir el truco o trato, sino que se remontaba mucho más allá. Pocas personas sabían que aquella noche, en sus orígenes había sido característica porque durante aquella mágica noche se llevaban a cabo ritos religiosos con los que se pretendía purificar el alma de las personas. 

Tomé asiento en un banco desierto a unas calles del parque que abandoné. Tras la máscara que cubría tres cuartas partes de mi cara, observaba el ir y venir de personas de todas las edades que llevaban disfraces algunos originales y otros que habían sido tan usados que eran imposibles de sorprender. 

Era una noche de aquellas extrañas, en las que la población tiene opiniones divididas, hay quienes disfrutan de poder salir a la calle e ir a fiestas que abundan en fechas señaladas, en cambio, hay personas más reservadas como yo, que prefieren quedarse a la retaguarda de todo aquel jaleo que no me llama la atención. 

Aunque hacía frío llevaba una gruesa cazadora que me desabroché cuando sentí calor, la sudor resbalaba por la máscara y pensé en quitármela, pero supe que no era el momento. 

A fin de cuentas era la noche de Halloween y era uno de los pocos días en los que podía salir a la calle con máscara sin que nadie se sorprendiese. Me gustaba el teatro, siempre que podía usaba máscaras, me sentía protegido y sentía que sólo tras mi máscara sabía yo qué era lo que pensaba o lo que sentía. Era como si cuando me colocara la máscara me cerrase en mí mismo y nadie pudiese observar mi interior. Me hacía sentir protegido. 

Aquella noche estaba solo, mi novia había quedado con sus amigas para ir a una fiesta y mis amigos estaban en algún lugar, no me habían dicho dónde. De todas formas no quise perderme aquella noche y fue entonces cuando me decidí a salir de casa acompañado por una máscara y un chaquetón que me llegaba a las rodillas como único disfraz. 

Paseé por las calles que le seguían al parque sin encontrar nada fuera de lo normal. Era una noche más, pensé. Fui andando por la ciudad, hasta que me topé con un local que creía que habían abierto hacía pocos días, pues ninguna de las veces que  había pasado por allí me había topado con aquella especie de bar. 
Sin pensarlo, movido por la curiosidad, entré allí. Me dirigí a la barra y pedí una cerveza que me sirvieron a los pocos segundos de pedirla. Tomé un sorbo y miré a mi alrededor. Era una de las pocas personas que estaban solas. Se acercó a mí una chica muy hermosa, de esbelta figura y ropa bastante reveladora pero le dije que tenía novia y se marchó al instante; así que continué tomándome la cerveza, o hubiera seguido tomando la cerveza si no hubiese visto un ojo humano flotando entre la espuma de la cerveza y me miraba fijamente, repugnado empujé la jarra alejándola de mi vista.

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