Los Murray habían sido, durante generaciones, personas de modesta fortuna y muy buen juicio. Poseedores de una pequeña propiedad vinculada a los varones, tuvieron la buena suerte de que sus primogénitos siempre fueran niños y no niñas, pues estas no hubieran podido heredar, y así no se vieron en la obligación de tener más hijos que el primero, de modo que no dividieron la ya de por sí escasa fortuna. Sin embargo, Ashwood Murray se había casado con una mujer de salud muy débil a la que amaba profundamente y eso fue, según toda la gente, lo que provocó su desgracia.
La desgracia de Ashwood Murray no era otra que la de tener una hija y ningún varón. Su esposa casi había muerto tras el primer parto y el señor Murray no quiso ponerla de nuevo en peligro. Como era de ánimo más bien positivo, siempre pensó que su hija se casaría con un caballero de fortuna y que no le haría falta heredar la pequeña propiedad cercana a Londres en la que había vivido durante generaciones toda la familia. Le entristecía que el heredero fuera un lejanísimo primo suyo, de nombre Joseph Monserrat, que a su vez tampoco tenía herederos y del que se decía que había regresado completamente loco tras la guerra. Todos lo conocían como "el Coronel". En ocasiones, el señor Murray había fantaseado con la idea de que su hija se casara con el propio Joseph Monserrat y así se resolvería el problema de la mejor manera posible, pues sus nietos seguirían siendo dueños de Aldrich Park.
Kimberly Murray, sin embargo, no había cumplido hasta la fecha ninguno de los sueños de su pobre padre. Sus dos únicas obligaciones eran las de comportarse con el decoro correspondiente a una dama de buena cuna y ser lo suficientemente hermosa o atrayente como para pescar un buen partido, pero la joven sólo cumplía a medias el primero de los requisitos, y sólo en apariencia, ya que tenía demasiada curiosidad por todo lo que la rodeaba como para mantenerse durante toda su vida tan casta como era en esos instantes. Con el segundo de los requisitos no tuvo mejor suerte: su físico era de una insignificancia tal, que podía estar toda una tarde ante alguien y esa persona habría jurado que Kimberly no había estado allí. Era fácil de olvidar, casi invisible ante los ojos de todos.
Cuando murió su madre, la joven acababa de cumplir cuatro años. Pasó el resto de su vida junto a su padre, un hombre amargado por haber perdido al amor de su vida. Sin la guía de una mujer que la enseñara a conducirse en sociedad, Kimberly creció mostrando un absoluto desinterés por su físico, pues nadie había visto nunca en él nada especial y ninguna persona de cuantas la rodeaban le había dicho jamás que hasta el ratoncito más insignificante puede destacar sus encantos ocultos con la ropa y el peinado adecuados. El armario de la joven estaba lleno de burdos vestidos marrones y grises que le daban un aire de institutriz solterona. Es cierto que su padre no poseía la fortuna suficiente como para que la joven se vistiera a la última moda y con las telas más caras, pero sí hubiera podido arreglarse mucho mejor de lo que lo hacía de haber sabido qué le favorecía y qué le quedaba mal.
El señor Ashwood Murray enfermó repentinamente. Kimberly tenía veinte años y ningún pariente cercano. Lidió, por lo tanto, sola con la enfermedad de su padre. Los doctores no lograban dar con el origen de su mal. Convencido de que le quedaba poco tiempo de vida, escribió con urgencia al coronel Joseph Monserrat, el heredero de Aldrich Park, para pedirle que no desamparara a su hija Kimberly tras su muerte. Le extrañó recibir una misiva de la madre del coronel y no de él mismo. La señora Soledad Monserrat, prima muy lejana del señor Murray, prometió cuidar de Penélope y permitirle seguir viviendo en Aldrich Park tanto tiempo como ella necesitara o quisiese. Toda la vida incluso, si ese era su deseo, pues los Monserrat tenían unas rentas lo suficientemente elevadas como para no necesitar la pequeña propiedad de los Murray.
Kimberly se convirtió en huérfana una mañana de octubre lluvioso y gris, como lo eran todas las mañanas de octubre en Londres. No era la clase de dama que se deshace en lloros ante las penurias. Extremadamente parecida a su padre, Kimberly era de las que ocultaba las penas y encaraba la vida con coraje. Aceptó su cruel destino con la cabeza alta y el corazón lleno de miedo ante el incierto futuro. Era orgullosa y valiente, aunque nadie hubiera adivinado tales cualidades bajo su apariencia de ratoncito gris. Lloró a su padre sin lágrimas y lo enterró en la cripta de los Murray. Después de eso, comenzó a planificar lo que sería su vida a partir de ese instante.
El señor Murray le había dicho que la señora Monserrat, la madre del heredero y legítimo dueño de Aldrich Park, había prometido ampararla durante tanto tiempo como fuera necesario. A la joven, estas palabras le parecieron simple limosna y su orgullo le impedía aceptarlo. Tener que dar las gracias porque unos perfectos desconocidos le permitieran vivir en la que siempre había sido su casa le resultaba intolerable. El hecho de que aquel hombre heredara una propiedad que por justicia debía ser suya, sólo porque él era varón y ella mujer, la enervaba y comenzó a odiar al coronel Monserrat desde el instante mismo en que lo supo dueño de su casa.
Un mes después de la muerte de su padre, y con escasos días de diferencia, Kimberly había recibido dos cartas: una era de la señora Monserrat en la que ésta ratificaba la palabra dada a su padre. Era tan humillante para la joven leer aquella misiva: "Puede vivir con total tranquilidad en Aldrich Park todo el tiempo que lo necesite. La vida entera, incluso". Se sentía como una vagabunda a la que tiran un mendrugo de pan por lástima. ¿Y qué le hacía pensar a aquella señora que ella iba a necesitar vivir en Aldrich Park toda la vida? ¿Acaso habría llegado hasta sus oídos que era tan poquita cosa que ningún caballero se dignaría a casarse con ella? Tal vez fuera eso: como mujer pobre y solterona, Kimberly necesitaría durante toda su vida de la limosna de personas con más posibles que ella. No sabía si era rabia, vergüenza o simplemente humillación, pero ante el apellido Monserrat, enrojecía de ira y su pulso se aceleraba.
La otra carta que había recibido era también de una pariente lejana de su padre, una viuda llamada Cordelia Lixbom, y cuyos escasos recursos y dura vida hacían que Kimberly se sintiera identificada con ella. Cordelia era la famosa prima Del. Su padre hablaba de ella a menudo, de su fuerte carácter, de su dignidad, de cómo había sobrellevado su mala fortuna sin bajar jamás la cabeza. Recibir su carta fue para Kimberly un oasis de felicidad en medio de la tristeza que la rodeaba. La prima Del, como la llamaba su padre, le ofrecía compartir su casita en el condado de Morningdale. "Si eres la mitad de encantadora de lo que tu padre me decía en sus cartas, nos llevaremos a las mil maravillas", había escrito. También aseguraba que las rentas de ambas por separado eran poca cosa, pero que juntas podrían llevar una vida más cómoda. Kimberly sabía que Cordelia Lixbom había pasado muchas necesidades y eso que su renta era superior la que ella misma recibiría. El ofrecimiento de la anciana le pareció un salvavidas al que no dudó en agarrarse. Le escribió de inmediato para aceptar su proposición e indicarle que se instalaría con ella a finales del mes de diciembre.
Despedirse de Aldrich Park y liquidar a los criados le partió el corazón. Nada de lo que allí había era ya suyo: todo estaba vinculado a la propiedad y su legítimo dueño era el heredero de la casa. La vajilla y la cristalería de su familia, los cuadros e incluso los libros pertenecían ahora al coronel Monserrat. También el pianoforte, su adorado pianoforte, donde tantas horas había pasado practicando.
Su equipaje estabacompuesto de los burdos vestidos que solía llevar y algunas joyas de escasovalor que habían pertenecido a su madre. Con una renta de setenta libras al añoy tan escasas posesiones, el futuro de la joven era muy poco halagüeño.
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Una Mujer insignificante: Kim & Joe ©
RomanceAGRADECIMIENTOS: Con el pasar del tiempo muchas personas insistieron en que nada de lo que me proponga lo iba a lograr, que sobre mí iba a caer un "maldición" que sería una persona miserable, que no sería feliz. Y aquí estoy, termine de escribir mi...