Kimberly no comprendió la mirada burlona del coronel, como tampoco comprendió por qué los demás hacían caso omiso a la petición de éste. Miraban hacia otro lado, no a ella, y se centraban en pedirle a la señorita Barry que interpretar algo más. Pero entonces Kimberly abrió desmesuradamente los ojos y lo comprendió todo. ¡Los invitados creían que ella no sabía tocar bien el pianoforte! Al fin y al cabo, era una joven perteneciente a una familia de escasos recursos, sin dinero para pagar a un buen profesor que la enseñara. Por eso todos ignoraban la petición del coronel, para que ella no se pusiera en evidencia, y por eso el coronel –ahora sí estaba segura de que era un ser vil y miserable– quería que ella interpretase algo. Deseaba verla hacer el ridículo. Que todos ellos la tomaran por alguien tan falto de juicio como para decir que sabía tocar el pianoforte si verdaderamente no sabía hacerlo bien, la ofendió. Ella no era bonita, ni elegante, ni llamativa, pero era realista y sensata y si decía que sabía tocar es porque sabía hacerlo.
Sólo por darse el gusto de ver la cara del coronel cuando la escuchara, se levantó de su silla y se dirigió al instrumento. A Joseph le llamó la atención que en esos momentos no caminara como un pato mareado, igual que lo había hecho antes. Kimberly sólo caminaba de esa manera cuando se sentía insegura y en esos instantes solo se sentía furiosa.
– Les interpretaré algo encantada –dijo, mientras veía cómo Laura Barry dejaba vacía la banqueta para que ella pudiera sentarse. No dijo ninguna palabra que indicase falsa modestia, como habían hecho las otras dos muchachas que, había que reconocerlo, eran unas buenas concertistas. Ella se sentó ante el instrumento y no hizo referencia a que había varios días que no tocaba, ni a que la perdonaran si cometía algún error, porque sabía que no lo cometería.
– Voy a interpretar una pieza de Liszt que me gusta especialmente –fue todo lo que dijo antes de que sus dedos se apoyaran delicadamente sobre las teclas del piano. No dijo nada acerca de que adoraba a Liszt porque era innovador y se permitía la libertad de improvisar. Tampoco dijo que escucharlo la hacía sentir como un pájaro que sobrevuela montañas y lagos y lo ve todo desde muy lejos. No dijo nada de esto porque intuyó que no la comprenderían. Simplemente acarició las teclas con sus dedos largos y delicados y comenzó a sonar en la sala el Sueño de Amor tan maravillosamente interpretado que todos los asistentes enmudecieron. Si la mandíbula del coronel no estuviera fuertemente cerrada, se le hubiera descolgado debido a la sorpresa. Su prima, la anciana señora Lixbom, se llevó ambas manos al pecho, conmovida y asombrada por el virtuosismo de Kimberly, y la joven Violet Walpole emitió uno de sus grititos de entusiasmo. La única que no pareció alegrarse de descubrir que Kimberly Murray tenía aquel extraordinario don fue la señorita Laura Barry, que había mirado de soslayo la reacción de los caballeros solteros de la sala –el coronel y el señor Walpole– y no le había gustado nada su asombro. Cualquiera de los dos le hubiera servido como marido, incluso el coronel –a pesar de su terrible mal carácter–, especialmente en aquellas fechas en las que estaba próximo el estallido del escándalo: la familia Barry estaba absolutamente arruinada y ella debía conseguir casarse cuanto antes.
El coronel Monserrat sintió que un escalofrío le recorría la espalda al escuchar aquella melodía tan maravillosamente interpretada. No podía apartar la mirada de la esbelta espalda recta de Kimberly, de la elegancia de sus dedos deslizándose por el teclado. Cuando la música dejó de sonar, se hizo un profundo silencio en la sala, interrumpido únicamente por el ruido de la banqueta cuando la joven abandonó el piano. Los asistentes rompieron entonces en aplausos, tras esos breves instantes de incredulidad. Había una línea claramente diferenciada entre quienes tocaban muy bien el pianoforte, como las señoritas Walpole y Barry, y quienes eran auténticas virtuosas del instrumento, como Kimberly Murray. Ni siquiera se sonrojó ante los aplausos y las muestras de asombro de los invitados. Tenía tan claras cuáles eran sus carencias y cuáles eran sus talentos, que apenas se sonrojaba ni por los unos ni por los otros. Aceptaba con la misma naturalidad su insignificancia física que su asombroso talento para la música, la escritura y la pintura. Teniendo tantas horas libres, qué otra cosa podía hacer una dama con su tiempo.
ESTÁS LEYENDO
Una Mujer insignificante: Kim & Joe ©
RomanceAGRADECIMIENTOS: Con el pasar del tiempo muchas personas insistieron en que nada de lo que me proponga lo iba a lograr, que sobre mí iba a caer un "maldición" que sería una persona miserable, que no sería feliz. Y aquí estoy, termine de escribir mi...