Los dedos de Kimberly tamborileaban sobre su rodilla. Iba en el carruaje porque estaba lloviendo, pero hubiese deseado ir caminando, porque caminar a buen paso le hubiera ayudado a aplacar su enfado. Apenas logró dormir en toda la noche, la rabia se lo impidió. Quién se creía que era aquel maldito coronel. Lo odiaba. ¡Lo odiaba profundamente! Había tenido razón en odiarlo desde el instante mismo en que supo que era el heredero de su padre. Le había arrebatado Aldrich Park y después, aquella primera impresión cuando lo había conocido en casa de los Walpole, había sido horrible. El coronel era un ser malvado y miserable y ella le pondría los puntos sobre las íes y le enseñaría a respetarla. ¡Insinuar que ella había coqueteado con el señor Timothy Walpole cuando eso era completamente falso!
Llegó ante la puerta del despacho y no esperó a que las campanas del reloj indicaran que eran las once de la mañana. Llamó con los nudillos y esperó, resoplando, a escuchar la voz masculina. Entró entonces con la fuerza de un tornado, pero no pilló por sorpresa a Joseph, que ya intuía su reacción e incluso la esperaba con deleite. Le gustaba ver a Kimberly fuera de sí y más en aquellas circunstancias. Había pasado toda la maldita noche soñando con ella, con el vestido de seda azul pálido que dibujaba los contornos de su cuerpo esbelto y femenino. Soñaba con deshacerle el peinado y ver su cabello resplandeciente cayéndole sobre la espalda ¡y por todos los demonios, él no podía soñar con ella! ¡No debía desearla! Además era absurdo. Si no había deseado a ninguna de las hermanas Walpole, ni a la señorita Barry, ¿por qué deseaba a Kimberly? Era peleona, orgullosa, altanera, demasiado segura de sí misma, imposible de controlar, tenía ideas acerca de todo y las exponía sin sonrojo, ¿por qué deseaba a una mujer que solo iba a traerle problemas? Si tan solo fuera una mujerzuela, podría hacerle el amor hasta hartarse y olvidarse después de ella, pero era una joven decente y él no era de los que se casaban, nunca volvería a confiar en una mujer después de lo que su madre le había hecho, entonces ¿por qué diablos deseaba a Kimberly Murray? Ahora estaba frente a él con otro de sus burdos vestidos, seguramente la modista, en tan poco tiempo, no había podido terminar el pedido, sólo el vestido que había llevado a la velada de la noche anterior, y sin embargo a Joseph Monserrat le parecía la visión más deseable del mundo. Estaba enfadada y mal vestida, incluso un poco despeinada, pero a él le parecía encantadora y, sin embargo, no logró olvidar su enfado... ¡de qué modo se había comportado con Timothy Walpole! ¿Sería posible que a ella le gustara aquel mequetrefe?
– Tenemos que hablar de lo que me dijo anoche –aseguró la joven con los ojos ardiendo de furia.
– Usted me dirá, señorita Murray –contestó el coronel, con un tono neutro en la voz que la enfureció aún más.
– ¡No voy a permitirle que me ofenda con insinuaciones horribles! –exclamó Kimberly fuera de sí–. Jamás en toda mi vida he coqueteado con nadie porque no sabría cómo hacerlo y, desde luego, nunca coquetearía con un caballero que está destinado a una de las señoritas Walpole después de lo maravillosamente que el anciano señor Walpole se ha portado conmigo.
– Vamos, vamos, señorita Murray –le dijo el coronel sin apartarse de la ventana ni mudar el gesto, con las manos cruzadas a su espalda y disfrutando evidentemente de aquel lance–, ¿de verdad quiere que crea que si se le presenta la oportunidad de casarse con un hombre joven, rico y bien parecido va a echar todo eso por la borda debido al agradecimiento que siente por el señor Walpole? ¿Me toma por estúpido o es que es usted una santa? –la joven tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no lanzarle a la cabeza el tintero que había sobre el escritorio. ¡Aquel hombre era un demonio y encima parecía disfrutar con aquella discusión!
– No pretendo que usted me crea, coronel, ni que comprenda mis motivos ni mi comportamiento. Es lógico que no sea capaz de creer que renunciaría a un matrimonio ventajoso si con ello rompiera la confianza que ha depositado en mí el señor Walpole. Usted haría eso y mucho más, ha dado buena prueba de ello –la rabia había dejado paso al abatimiento y cuando hablaba ya no destilaba furia, sino cierta desesperanza. Kimberly no estaba acostumbrada a personas cínicas y malvadas como el coronel. Quizás sí lo estaba a que se burlaran de su físico, pero eso era, al fin y al cabo, algo tan insignificante comparado con el grado de maldad que el coronel demostraba. ¡Era feliz con el sufrimiento de los demás!–. Aceptó la herencia de mi padre, una herencia que moralmente no le corresponde, y no le importó dejarme en la calle. Es un miserable, coronel, y por eso cree que todo el mundo es tan bajo y ruin como usted. Pero yo no lo soy, señor –Joseph Monserrat la miró fijamente. Que lo llamara miserable le dolió mucho más de lo que se atrevía a reconocer ante sí mismo y, sin embargo, ella estaba en lo cierto. Era un maldito miserable. Se había comportado así desde que se había enterado de quién era su verdadero padre. El engaño lo había trastornado y nunca le importó lo que los demás pensaran de él, en cambio, ahora no quería que ella lo creyera el peor de los hombres.
– Señorita Murray... Comprendo que me odie, yo... –se interrumpió antes de continuar. No podía dar pasos en falso. Conocía a la joven desde hacía pocos días y no debía desnudar su alma ante ella. Tenía que tener cuidado con sus palabras y no decir nada que lo comprometiera. Ella permaneció en silencio y notó la inflexión en la voz de él, el modo en el que sus palabras parecían contener una disculpa, pero una disculpa no era suficiente ante tanta crueldad. Primero la acusaba de ser coqueta, después de ser interesada, ¿acaso le había dado ella motivos para semejantes pensamientos?
– Yo no lo odio, coronel –le dijo Kimberly con la intención de hacerle tanto daño como él le había hecho a ella, pues algo le decía que Joseph Monserrat era inmune al odio de la gente y que incluso deseaba ser odiado–. No lo odio en absoluto. Siempre he pensado que detrás de una persona malvada hay un pasado atormentado. Algo terrible ha debido de ocurrirle para que usted sea como es. No, no lo odio. Simplemente siento lástima de usted –la joven giró sobre sus talones y salió por la puerta del despacho. El coronel tardó unos segundos en reaccionar... ¿Quién se había creído aquella muchachita para sentir lástima por él? ¿Y cómo había llegado a la conclusión de que algo terrible le había ocurrido? ¿Acaso sabría algo sobre él? ¿Sabría que no era un Monserrat? Salió corriendo tras ella y la alcanzó en el jardín, cerca de los rosales. La lluvia caía copiosamente sobre ambos, empapándolos. La agarró del brazo y la obligó a detenerse.
– ¡Suélteme inmediatamente! –le exigió ella.
– No, señorita Murray... Ahora va a explicarme con detenimiento por qué le inspiro tanta lástima –el coronel estaba verdaderamente furioso y, al verlo en semejante estado, ella se relajó. Bien, ahora la situación había dado la vuelta. Él estaba fuera de sí y ella podía disfrutar del espectáculo, ¿no era lo que él llevaba haciendo varios días, desde que la conoció?
– No creo que ese sea un tema para tratar en un lugar como este, donde cualquiera pueda escucharnos, ¿o es que desea airear los trapos sucios de su familia públicamente? –le dijo ella con tranquilidad y cierta ironía. Se burlaba del coronel porque creía que lo que le estaba haciendo daño era que su madre viuda hubiera tenido una relación con su administrador y le parecía una estupidez que un hombre adulto se sintiera tan amargado por una tontería así. Ni de lejos intuía la joven los verdaderos motivos de aquella amargura y la puñalada que supuso para el coronel escucharla hablar de "los trapos sucios de su familia", pues él creía que se estaba refiriendo a que no era un Monserrat. La agarró más fuerte del brazo, con los dedos crispados como las garras de un águila sobre su presa.
– Regresaremos al despacho y me contará todo lo que sabe –fue una orden, una amenaza proferida con voz de trueno, pero ella no iba a dejarse intimidar por aquel maldito hombre. Se había inclinado sobre su rostro al hablar para asustarla y ella pudo observar las betas verdosas que sus ojos oscuros, que había creído negros hasta ese mismo instante. Olía a tabaco y whisky, su boca estaba curvada en una mueca de dolor y a Kimberly le resulto tan atractivo que tragó saliva. El coronel creyó que este gesto indicaba que la muchacha tenía miedo, pero estaba equivocado.
– ¿Y si no le cuento lo que sé, que va a hacer? –lo retó ella. A esas alturas, el coronel ya estaba fuera de sí. Pensar que ella pudiera conocer su secreto lo enloquecía, pero lo enloquecía más aún aquel olor virginal a flores y a mermelada. Kimberly olía a mermelada de fresa y su piel era tan blanca y resplandeciente como los lirios. La tenía tan cerca que pudo observar su rostro detenidamente y la forma de su boca hizo que se le acelerara el corazón. Aquella boca había sido creada para besar, amplia, rosada. Cuando la joven lo retó preguntándole qué le haría si no respondía a sus preguntas, sólo pensó en besarla, pero no como un castigo, sino para dar rienda suelta a un deseo que surgía de lo más profundo de sus entrañas.
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Una Mujer insignificante: Kim & Joe ©
DragosteAGRADECIMIENTOS: Con el pasar del tiempo muchas personas insistieron en que nada de lo que me proponga lo iba a lograr, que sobre mí iba a caer un "maldición" que sería una persona miserable, que no sería feliz. Y aquí estoy, termine de escribir mi...