Capítulo 12.

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Durante los tres días siguientes la lluvia no cesó, al igual que el sentimiento de desazón y culpa de Kimberly. No se acercó a la casa del coronel ni creyó oportuno mandarle una nota para comunicárselo, pues daba por sentado que él se hacía cargo de la situación. Cuando le había dicho que jamás quería volver a verlo no estaba exagerando, era cierto. Si hubiera podido, se habría marchado a Londres para no regresar jamás. No quería pensar en el beso y, cuando estaba despierta, lo lograba la mayor parte del tiempo, pero en cuanto se quedaba dormida las escenas que había vivido se sucedían en su cabeza con un realismo atroz y su cuerpo se estremecía de nuevo ante las caricias de aquel maldito. ¡No podía evitarlo! Lo odiaba y lo deseaba al mismo tiempo y eso la hacía sentirse absolutamente decepcionada consigo misma. ¿Cómo podía disfrutar de las caricias de semejante sinvergüenza, máxime cuando él sólo la había besado para castigarla, para doblegar su orgullo?

El haber estado expuesta a la lluvia durante demasiado tiempo le pasó factura y llevaba esos tres días sin levantarse de la cama. El estado en el que había llegado a casa era tan terrible que la prima Del insistió en saber qué había ocurrido con el coronel y ella mintió, se inventó una discusión sobre unos terrenos en la que había salido a colación la herencia de Aldrich Park, la casa londinense en la que se había criado y que ahora era propiedad del coronel. Aseguró a la anciana que jamás regresaría a trabajar con el coronel. "Te lo dije. Él sólo quería hacerte sentir mal. Parece que se alimenta de la desgracia de los demás", aseguró la prima Del.

La mañana del cuarto día Kimberly aún se sentía débil por el resfriado, pero decidió levantarse de la cama y echarse en el sofá de la sala, al menos desde allí podía ver el hermoso jardín y el trajín de la prima Del y los criados. En su cuarto se aburría mortalmente y ya había leído todas las novelas que tenía a mano. Estaba jugueteando con las cintas de su vestido cuando la señora Roberts entró en la sala para anunciarle una visita.

– El coronel Monserrat, señorita –le dijo, y él entró a grandes zancadas en la estancia antes de que ella pudiera hacer nada por evitarlo. Cuando la criada se hubo retirado, ambos se vieron sumidos en un tenso silencio. Kimberly se sonrojó y le hubiera gustado salir corriendo, pero le era imposible hacerlo sin caer en el más terrible de los ridículos. No le dijo al coronel que tomara asiento, de hecho tenía la mirada clavada al frente y lo estaba ignorando, pero Joseph Monserrat no iba a darse por vencido. Había pasado una noche de perros tratando de entender aquel deseo abrasador que sentía por la muchacha y como le había sido imposible hallar una respuesta, decidió no darle más vueltas y olvidarlo. Pero esto era más fácil de decir que de hacer. Cómo olvidar lo que ella le había hecho sentir y cómo había temblado contra su cuerpo. Cómo olvidar que en presencia de aquella joven él perdía completamente el control. Pero su ánimo al ir a verla aquella mañana poco tenía que ver con la pasión y el deseo. El coronel había decidido dos cosas durante aquella larga noche de insomnio: disculparse sinceramente con Kimberly y descubrir cuánto sabía ella sobre su pasado.

– Lo siento –dijo con voz firme, pero en su tono se notaba cierto pesar. Kimberly ni siquiera parpadeó–. Siento mucho todo lo ocurrido. Me comporté como un animal y no tiene justificación.

– No pienso seguir trabajando con usted –fue la única respuesta de la joven, que aún seguía mirando a través de la ventana como si estuviera sola en la estancia. Había notado que él la tuteaba, pero ella seguiría manteniendo las distancias.

– No tomes decisiones precipitadas –le pidió él–. Te doy mi palabra de que nada parecido volverá a ocurrir. Estoy verdaderamente arrepentido de mi comportamiento –a Kimberly le parecía que él era sincero. Lo que no sabía la joven era la lucha que se llevaba a cabo en el pecho del coronel. Deseaba besarla, pero sabía que no debía hacerlo y pondría todo de su parte para que aquello no ocurriera de nuevo. No confiaba en las mujeres en cuestiones amorosas y Kimberly no era una excepción, pero al mismo tiempo se daba cuenta de que la necesitaba. No estaba acostumbrado a que la gente fuera sincera con él y la joven era increíblemente sensata e inteligente. Le gustaba escuchar su punto de vista. No quería renunciar a eso.

Una Mujer insignificante: Kim & Joe ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora