Capítulo 15.

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¡Amaba a Kimberly Murray! ¡Y la amaba con la desesperación de un muchacho que no ha conocido aún ningún amor y cree que la vida y la felicidad dependen solo de una mirada amable del ser amado! El Coronel nunca antes se había enamorado. Había tenido relaciones más o menos duraderas con jóvenes un tanto casquivanas, pero nunca había visto comprometido su corazón en ninguno de estos lances.

Estaba tumbado en la cama con un simple pantalón de seda. Miraba el techo de su cuarto, de madera labrada, tratando de recordar hasta el más mínimo gesto de ella. Debía reflexionar. La amaba, sí, pero qué pretendía... ¿Casarse con Kimberly? El matrimonio es confianza y él jamás volvería a confiar en nadie. ¿Podría casarse con ella sin confiar? ¿Cuánto tiempo sobrevive un amor en esas circunstancias? Y si no iba a casarse, ¿qué demonios hacía persiguiendo a la muchacha, comprometiéndola? Sus pensamientos se vieron interrumpidos por su ayudante de cámara, que llamó varias veces a la puerta y entró en cuando el Coronel le indicó que pasara.

– Ha aparecido una carta de lo más extraña en la puerta, señor –dijo, con gesto contrariado–. Estaba apoyada contra el quicio. La encontró una de las doncellas.

El Coronel estiró la mano, indicándole así que se la entregara y el ayudante de cámara le acercó la bandeja de plata con el sobre apoyado en ella. Joseph Monserrat leyó: "A la atención del Coronel Monserrat. Urgente". Rasgó el papel y leyó la nota, escrita con prisas, tal y como indicaba la letra. La firmaba Kimberly y le pedía que se encontraran a la mañana siguiente, a las once y media, en el faro. Cerró los ojos y respiró profundamente sintiendo que algo vivo y vigoroso brincaba dentro de su pecho. Podía ser su corazón y una fiera salvaje, quién sabía. En ese instante, pasaron a un segundo plano sus pensamientos de hacía unos segundos. Ya no importaba el matrimonio, ni la confianza ni nada que no fuera Kimberly y sus enormes ojos inquietos. Kimberly entre sus brazos.

***

El día había amanecido lluvioso y el Coronel pensó que también había llovido la mañana que besó a Kimberly. Eso era un buen presagio. La lluvia parecía traerle buena suerte con ella.

Se movía como una fiera enjaulada por las distintas estancias de su casa, con la vista clavada en las manecillas del reloj, que parecían detenidas, como si el tiempo no transcurriera a la velocidad habitual. Cuando por fin llegó el momento de salir hacia el faro, respiró hondo y se dirigió hacia el lugar con paso firme. Estaba expectante y se sentía un tanto nervioso. A pesar de la fina lluvia, decidió ir a caballo, pues estaba relativamente cerca.

El pelo le caía en húmedos mechones sobre la frente cuando llegó al faro. Desmontó de su caballo y decidió esperarla dentro. Por el hueco de la escalera podía ver el cristal de la linterna del faro y la lluvia golpeando monótonamente contra él. Se asomó a la puerta entreabierta. Kimberly se acercaba a paso firme. Iba cubierta con una capa con capucha que impedía ver su rostro. "Chica lista", pensó el Coronel, "hay que evitar caer en murmuraciones malintencionadas". Aunque la verdad es que nadie podría verlos. Todo el mundo había ido al festival de las flores de Monk. Claro que siempre había algún campesino o algún criado que podría descubrirlos y luego no habría manera de parar las habladurías.

Vista desde lejos, Kimberly le pareció más alta. ¿Era posible que el amor lo volviera tan idiota como para aumentar varios centímetros, ante sus ojos, la estatura de ella? Tardó lo que parecía ser una eternidad en llegar al faro y cuando al fin entró y se quitó la capucha, el Coronel palideció.

– Señorita Barry, ¿qué hace usted aquí? –le preguntó, absolutamente desconcertado. Ella sonrió con coquetería.

– Parece que haya visto usted un fantasma, Coronel... O parece que no haya visto a quien deseaba ver. ¿Acaso estaba esperando a alguien? –le preguntó alzando la ceja.

Una Mujer insignificante: Kim & Joe ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora