Capítulo 11.

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Kimberly vivió aquel beso a cámara lenta. ¡Eso no podía estar ocurriéndole a ella, no con aquel hombre salvaje y malvado! Sólo había querido burlarse de él como él también se había burlado de ella, pero las cosas habían llegado demasiado lejos. "¿Y si no le cuento lo que sé, qué va a hacer?", le había preguntado ella, y entonces había visto aquel hermoso rostro descender hacia el suyo. No pudo moverse, ni siquiera pestañear, de hecho creyó que era una treta del coronel para atemorizarla. Ni en sus sueños más locos hubiera imaginado que iba a besarla y, sin embargo, la besó. No fue plenamente consciente de lo que estaba pasando hasta que sintió los labios cálidos de él sobre los suyos y los brazos masculinos rodeándole la cintura. Los propios brazos de la joven permanecían a ambos lados de su cuerpo, sin saber qué hacer con ellos, y la cabeza le daba vueltas. ¡Ella no quería aquel beso, no lo quería!

¿No lo quería?

Los labios del coronel eran suaves y delicados, se posaron sobre los de Kimberly casi con miedo, como si deseara besarla y, al mismo tiempo, quisiera salir huyendo de allí. Él no debía desearla de aquella manera y lo sabía, pero maldita sea, la deseaba y el cuerpo de la joven se había acoplado a su abrazo. Besar sus labios era como comer moras silvestres en una tarde de verano. Kimberly había ahogado una exclamación de sorpresa contra sus labios, pero no se había apartado y eso lo animó a continuar, a estrecharla más contra su cuerpo. Sentía la fina lluvia humedeciéndolos, empapando sus ropas y sus cabellos. El coronel abrió los labios de la joven con su lengua y penetró en la dulce cavidad de su boca, saboreándola, conociendo cada rincón. La joven no oponía resistencia y si bien al principio estaba abstraída, como si se dejara llevar porque había sido pillada por sorpresa, ahora sus brazos se hallaban apoyados en el pecho masculino, su respiración parecía agitada y apretaba su cuerpo contra el del coronel. Había abierto la boca con dulzura y había permitido la tierna invasión de la lengua masculina y Joseph Monserrat hubiera podido jurar que la joven había emitido un gemido de placer, aunque tampoco podía asegurarlo, tal vez se lo había inventado porque era lo que deseaba, que ella estuviera tan excitada y ansiosa como él. En ese instante no pensó en lo terriblemente inconveniente que era aquello, sino en que tenía entre sus manos a la única mujer que había logrado excitar, al mismo tiempo, su cerebro y su entrepierna y la deseaba. Sólo sabía eso: que la deseaba.

¡Dios mío!, ¿qué era aquella sensación que la embargaba, aquel abandono, sus músculos de pronto blandos, el mundo dando vueltas a su alrededor mientras el único punto de apoyo era la boca del coronel, sus manos rodeándole la cintura y apretándola contra su cuerpo? Kimberly jamás había sentido nada igual. Desconocía el ansia que se había apoderado de ella, el deseo de unirse más a aquel cuerpo. Ni siquiera era consciente de que la lluvia empapaba su ropa y su pelo y acabaría con una pulmonía si no se ponía pronto a resguardo. Lo único importante era la boca del coronel, su lengua y el modo en el que sus caricias la hacían sentir. Antes de darse cuenta, sus brazos, que habían permanecido laxos a ambos lados de su cuerpo, se alzaron hasta el pecho del coronel y palpó la dureza de sus músculos. Se puso de puntillas para alcanzar mejor su boca y se entregó al beso con vehemencia y pasión. Sólo salió de su ensimismamiento cuando las manos del coronel resbalaron desde su cintura a sus nalgas, para apretarla contra la dureza que pungía entre sus piernas. Al sentir esa dureza contra su vientre, Kimberly se asustó y eso rompió el hechizo en el que la había sumido aquel beso devastador. Lo empujó con ambas manos para apartarlo. Aún estaba jadeante cuando habló.

– Es un miserable, un monstruo... –lo acusó la joven, tratando de responsabilizarlo de aquel beso. No quería pensar lo mucho que se había implicado también ella, lo mucho que lo había disfrutado. Se sentía estúpida por haberse entregado a aquel placer cuando el coronel lo único que pretendía era castigarla. "¿Y qué vas a hacer si no respondo a tus preguntas?", aquello es lo que hizo, besarla como castigo, y seguramente se había dado cuenta de cuánto lo había disfrutado. Los labios, hinchados aún por los besos, comenzaron a temblarle y las lágrimas le escocían en los ojos.

– Kimberly, yo... –comenzó a decir el coronel, pero las palabras se atascaron en su garganta. Después del beso, le parecía absurdo seguir llamándola señorita Murray, pero en cuanto pronunció el nombre de Kimberly, este actuó como un afrodisíaco sobre sus sentidos, embrujándolo. La intimidad de llamarla por su nombre lo emborrachó de deseo. Se imaginó susurrándoselo mientras le hacía el amor y la tenía desnuda y ansiosa en su cama. Kimberly, Kimberly, Kim.

– Es un monstruo –repitió ella. Las lágrimas habían comenzado a rodarle por las mejillas, pero casi eran imperceptibles porque las gotas de lluvia se mezclaban en su rostro y si no hubiera sido por los ojos enrojecidos, el coronel jamás se hubiese dado cuenta de que lloraba.

– Lo siento –le dijo con una voz desconocida hasta para sí mismo. Dio un paso hacia ella, pero la joven retrocedió con la agilidad y la furia de una gata salvaje.

– ¿Quería que lo odiara, no es cierto? Pues enhorabuena, lo logró... ¡Lo odio! –ella comenzó a correr en dirección a la puerta principal donde seguramente la esperaría su carruaje, pero en un par de zancadas amplias el coronel logró interceptarla y la detuvo, sosteniéndola con firmeza por los antebrazos.

– Lo siento mucho. No era mi intención... –comenzó a disculparse de nuevo el coronel, pero ella lo interrumpió hablando casi a chillidos.

¡No es cierto, no lo sientey sí era su intención! Quería castigarme, humillarme, maldito sinvergüenza –éltuvo que contenerse para no sonreír cuando la escuchó llamarlo sinvergüenza.Sonaba casi infantil y seguramente se alejaba de lo que verdaderamente ellaquerría llamarlo, pero era una dama, al fin y al cabo. Volvía a tenerla tancerca que su entrepierna se enardeció y él masculló una maldición. Volvía adesearla a pesar de todo, de que no debía y de que ella quería matarlo. Surespiración agitada, sus labios entreabiertos por la furia, todo lo excitaba yla tenía a escasos milímetros de su boca. No pudo contenerse y la alzó delsuelo para tenerla frente a frente. Ella se debatió, agitando los pies en elaire y gritando: "¡Suélteme, maldito!", pero aquel deseo lo dominaba y trató debesarla nuevamente, aunque no alcanzó su boca. Sintió de pronto un dolorintenso en la espinilla y soltó a la joven como un acto reflejo. La vio corrercon agilidad hacia la fachada principal de la casa y sólo entonces llegó a laconclusión de que ella le había dado una soberana patada con toda la fuerza dela que era capaz. Se quedó allí plantado, bajo la lluvia y excitado como uncolegial. Movió la cabeza de un lado al otro y murmuró: "¡Cielos santos, quémujer!". 

Una Mujer insignificante: Kim & Joe ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora