Me siento sobre el saliente y me asomo con cuidado, con miedo a lo que se encuentra a mis pies y a lo que voy a hacer. Me concedo unos segundos para percibir cada detalle del mundo que me rodea y coger aliento por última vez.
Poco a poco me voy elevando hasta estar totalmente erguido sobre el muro. Miro hacia abajo y observo detenidamente a las personas que pasan. Una señora cincuentona camina a la vera de el que posiblemente sea su marido. Una joven adentrada en los treinta se dirige apresuradamente a algún sitio que posiblemente no sea tan importante como piense.
Es la hora, no debo distraerme, ahora o nunca. Me valanceo ligeramente y levanto un pie colocandolo sobre el abismo. Con el otro cojo impulso y, finalmente, salto.
En mi caida todo sucede lentamente. A través de una ventana observo a una longeva pareja porfiando, en otra, a una familia recien construida que ve la tele.
Por último, veo a un niño de cinco años asomado a la ventana. Me mira fijamente a los ojos y consigo escuchar como llama a su madre mientras en su rostro se dibuja una expresión de asombro.
El impacto dura poco, pero siento como todos mis huesos se rompen a la vez. Pero no muero ¿o sí? El dolor ha pasado y un charco de sangre se extiende a mi alrededor, se desplaza entre las juntas de las baldosas y todo el mundo a mi alrededor comienza a gritar: mujeres, hombres y niños. Niños, que no saben como reaccionar. Abren la boca y miran a sus padres, esperando encontrar una respuesta lógica. Pero lo peor viene cuando me doy cuenta de quién es la mujer que se encuentra delante de mi y que viene a abrazarme. A pesar de poder escuchar y ver, no puedo moverme. Ella me pregunta una y otra vez que por qué lo he hecho mientras las lagrimas corren por sus mejillas.
Entonces todo se vuelve oscuro.