El León y la Rosa, décimo cuarto cuento

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Sean no se parecía a su padre, aunque él lo deseaba, quería poder llegar a ser aunque sea una fracción de la clase de hombre que era Connor Blackdalion.

En realidad, Sean era un calco de su padre en el aspecto físico, los mismos cabellos rubios claros, los mismos ojos color plata, la misma altura y estructura física, pero su carácter era diferente. Sean era circunspecto y práctico como su madre, a veces demasiado. Connor decía que era la maldición de los hermanos mayores, la única excepción a aquella regla eran los revoltosos hijos de Kalymera, pero todo lo que hacía Kaly era excepcional, incluso los mellizos.

Tal vez fuera cierto, ser el mayor- incluso era el mayor de toda la joven generación - lo cargaba con la responsabilidad de ser serio y cauteloso.

Sean medía las consecuencias de sus acciones, calculaba cada paso que daba sin cometer errores.

Y quería ser un digno hijo de sus padres. Por eso había aceptado con orgullo el encargo de Connor y estaba dispuesto a dar lo mejor de sí para obtener buenos resultados, iba a Ravlenar a tratar de encontrar una solución a sus problemas económicos

Desde hacía un par de décadas aquel poblado desprotegido se había anexado a Levany. Mantenían cierta independencia, pero Connor Blackdalion seguía siendo quien los protegía y a quién recurrían en tiempos de dificultades. Era un pueblo dedicado a la agricultura pero las últimas cosechas habían sido malas, y la situación seguía empeorando, necesitaban alguna alternativa que les permitiera sobrevivir. Connor ya había estado allí un año antes, intentando mejorar los cultivos, pero parecía ser que la tierra se negaba a ayudarlos. Nada crecía como debía y la gente empezaba a desesperar.

El Señor de Levany le había pedido a su hijo que fuera a evaluar la situación, que pasara un tiempo en el lugar y pensara una solución o al menos le hiciera un informe concienzudo para que pudiera intervenir o recurrir al rey por ayuda si fuera necesario.

Sean era bueno resolviendo problemas, él era el mayor de cinco hermanos y eso le había dado cierto entrenamiento.

Recordaba haber visitado Ravlenar siendo muy joven, pero no había vuelto nunca más, así que prácticamente era un extraño. Tuvo dudas sobre cómo lo recibirían, si bien era el heredero de Levany, era joven aún y podían desconfiar de él. Ahuyentó aquellos pensamientos y aceleró el trote de su caballo.

El molino había explotado, bueno no explotado porque eso no podía suceder, pero sí se había roto muy estruendosamente y ella había sido la culpable.

En realidad ella siempre era la culpable de todos los desastres que sucedían, no porque los provocara intencionalmente sino porque simplemente sucedía.

Cairenn atraía los problemas como un imán, lo que sumado a su torpeza era la receta ideal para el caos.

Había intentado moler algo de grano para sorprender a sus padres cuando regresaran, pero el mecanismo se había trabado y al intentar arreglarlo algo había salido mal. Muy mal.

Y por si aquello fuera poco, la yegua entró en trabajo de parto, estaba sola pues su familia había ido a visitar a una tía que vivía en otro poblado, y habían tenido la gran idea de dejarla a ella a cargo de todo. Había intentado convencerlos que era una mala idea, pero sus padres habían sonreído afectuosamente y habían hecho caso omiso a sus ruegos. Ahora tenía un molino colapsado y una yegua sufriendo. Amaba los animales, pero no solía encargarse de los partos, trató de ayudar, pero parecía ser que el potrillo estaba mal acomodado. Necesitaba ayuda experta con urgencia o los perdería a ambos.

Tomó la carreta y salió deprisa, azuzando a su caballo, no tenía mucho tiempo si quería salvar a madre e hijo.

Iba tan nerviosa y apurada que cuando el jinete apareció en el camino fue incapaz de evitarlo.

Saga BlackdalionDonde viven las historias. Descúbrelo ahora