Permíteme escribir nuestra historia.
Yo era un día helado de principios de octubre, con mis pestañas jugaba a quemar las margaritas y con mis labios rozaba la cima de algún continente.
Hay tantas cosas de las que podría escribir pero que, sin embargo, decidí desde el principio guardarlas para nosotros. Únicamente.
Hay tantos chicos para amar, pero tan pocos, único diría yo, como él, para amar y seguir amando después de que todo haya vuelto de nuevo a las cenizas.
«Yo sólo soy un desconocido que pretende hacerte daño», me decías.
«Yo sólo soy un roto que intenta coserte las heridas», te repetía.
Cierta electricidad flotaba en el aire cuando nos besábamos. Ciertos besos tenían forma, textura y, como estrellas, nuestros labios creaban galaxias. Ninguna brillaba como la de nuestro amor. Se incendiaba el lugar, si estabas tan cerca, te incinerabas con tan sólo estar.
Los principios y las morales los dejábamos para después, porque sabíamos que el mañana en sí no existía, que lo que hoy vivíamos, mañana estaría enterrado a una distancia abrumadora en el pasado. Así corras hacía atrás, cada vez aquel lugar se va haciendo más pequeño, más inalcanzable, más utópico. Teníamos en claro que viviríamos como el primer día del resto de nuestras vidas.
Me vio drogarme con la negrura de su mirada, aunque tenía unos ojos azules preciosos. Como el océano. Como el cielo. Como un color jodidamente siniestro e infernal.
Iba de femme fatale mientras gritaba a los cuatro vientos que ninguno de los cuatro podría cambiar su indestructible y aparatoso final.
Me sabía de memoria su canción favorita, leía siempre su novela entrañable y, de vez en cuando, me lo encontraba dentro. Y comprendí aquello de que, algunos chicos, te recomiendan libros porque, de alguna forma, te están invitando a leerlos. Y así fue: lo leía de principio a fin.
Era el blues del que tanto hizo bailar a Tokio, la única e inigualable mirada de la que se enamoró la poeta, era el cometa que te hacía estremecer cada punto de sutura. Me hacía temblar los miedos, precipitar las angustias y arrojar al vacío el fantasma que era el olvido.
Era de esos chicos que ves pasar una sola vez por la calle y te pones triste al pensar que lo echarás de menos lo que te reste de vida. Era una tormenta irrepetible y le temía tanto a la calma que se convirtió en su amor imposible.
Ámbar