Capítulo II

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  Cuando desperté, lo primero que noté fue que estaba recostada en una de esas camas de hospital. Me encontraba aturdida. Supuse que quizá era por culpa de la medicación. Percibí una vía intravenosa incrustada en mi brazo derecho. Mis ojos estaban aún entrecerrados. Ni siquiera quería tomarme la molesta de abrirlos por completo, pues incluso mis párpados aullaban de dolor. Mi visión se nublaba por momentos. Mi cabeza dolía como si estuviese siendo golpeada con mil martillos a la vez.

Intenté girar el cuello para mirar mi borroso entorno.

Sentí cómo crujía.

Era como si no lo hubiera movido en siglos.

A mi lado izquierdo pude ver la entrada a la habitación. Estaba cerrada y no podía ver a nadie por la pequeña ventanilla que daba vista hacia el pasillo. De ese lado había también una silla en la cual reposaba una manta de color púrpura. La reconocí al instante, pues era la misma que Jollie usaba para cubrirse en aquellos días lluviosos cuando se quedaba hasta tarde con mi madre viendo malas teleseries en la sala de estar.

Haciendo un tremendo esfuerzo, logré girar la cabeza hacia el lado contrario. Mis huesos se quejaron por la evidente falta de movimiento. Del lado derecho estaba la bolsa que contenía el líquido transparente que me administraban por la intravenosa. Había una ventana con persianas blancas y una puerta entreabierta que conducía a un diminuto cuarto de baño. Lo supe cuando alcancé a distinguir un inodoro.

Devolví mi cuello a su posición original, sintiendo de nuevo ese dolor y repitiéndome a mí misma una y otra vez que debía dejar de moverme.

Frente a mi había un televisor apagado.

Las sábanas no eran suaves ni cómodas. Eran ásperas y frías. Sólo estaba cubierta con una de color celeste, y me habían vestido con una bata del mismo color.

Todo mi cuerpo dolía como si hubiese sido machacado mil veces en una máquina trituradora. Mi boca estaba seca, como si hubiera recorrido un desierto. Necesitaba urgentemente beber un buen trago de agua.

Intenté incorporarme, pero el dolor en mi espalda lo volvió completamente imposible. Me dejé caer de nuevo en la cama y abrí totalmente los ojos.

Mi visión tardó un poco en aclararse totalmente. Fue entonces que pude ver mis brazos. En toda la extensión de piel que mis ojos alcanzaban a ver, había vendajes. Algunos tenían pequeñas manchas de sangre. Me pregunté si acaso todo mi cuerpo estaba en las mismas condiciones, pero no podía ver mucho estando en esa posición.

No lograba recordar lo que había pasado. Mi último recuerdo vívido antes de caer en la inconsciencia fue ese sonido metálico y estruendoso cuando ocurrió el choque. Sin embargo, mi mundo se apagó y me fue imposible recordar más. Me pregunté con cierta desesperación cuánto tiempo llevaba ahí, postrada en esa cama. Quería saber ansiosamente dónde estaban Christopher, Alex, Daphne y Cyril.

La puerta de la habitación se abrió en ese momento y vi entrar a una enfermera de edad avanzada y cabello canoso.

No sé por qué, pero su aspecto me recordaba a un ave de rapiña.

La enfermera no se dignó a mirarme, sólo se dedicó a revisar mis signos vitales y los anotó en una hoja de papel sujeta con un broche metálico a una tabla de madera. Acto seguido, se retiró como si yo fuera invisible.

Percibí un intenso ardor en mis mejillas. Era como si todo mi cuerpo estuviera despertando lentamente luego de haber pasado un buen tiempo sin funcionar. Seguí sin moverme, pues el dolor en todo mi cuerpo aumentaba gradualmente. Deseaba que entrara de nuevo la enfermera con aspecto de ave de rapiña para pedirle que me administrara una buena dosis de morfina.

La ViolinistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora