Cuando desperté al día siguiente, aún no había amanecido. Tuvimos que extender un par de sábanas en el suelo del que sería nuestro dormitorio, pues no teníamos camas. No había realmente ningún tipo de mueble, a excepción de los pocos que llevamos con nosotras en el auto. A pesar de que el piso estuviese tan duro que me provocó dolor de espalda, me fue imposible quejarme por la incomodidad. Era mucho mejor dormir en el suelo, que en aquella cama mullida con dosel en casa de mis padres. Aquella con resortes que rechinaban cada vez que me sentaba en la orilla para calzarme los zapatos.
No teníamos cortinas en el dormitorio, así que nuestra privacidad era nula. Alcancé a ver por la ventana los ojos amarillos de un gato negro, que brillaban en la oscuridad nocturna. El felino estaba en nuestra terraza y me pareció ver que estaba devorando un ratón. Sonreí y pensé en abrir la puerta de la terraza para que entrara y comiera en la comodidad de nuestro apartamento.
Al incorporarme, el gato se percató de mi presencia y salió corriendo tan rápido como pudo.
Ese felino seguramente quería ser libre y yo respetaba eso.
Me identificaba con ese deseo de tener libertad. Aunque, a decir verdad, verlo me hizo desear tener una mascota. Quizá podría conseguir un perro faldero, un gato siamés o un par de peces.
Miré a Daphne.
Ella estaba recostada a mi izquierda, envuelta de pies a cabeza con un cobertor púrpura. Respiraba acompasadamente. Se encontraba en posición fetal y abrazaba una almohada contra su pecho. Sonreí al imaginar que en un par de horas despertaría y se quejaría del mismo dolor de espalda que yo tenía.
Retiré la manta roja que aún cubría mis piernas, y me puse de pie. Por un momento me alarmé por la falta de privacidad. Creí que algún vecino indiscreto me estaría espiando en ese momento y me habría visto usando únicamente una delgada camisa y pantaletas de color negro. Ni siquiera llevaba puesto el sostén e iba descalza.
Miré por la terraza y la increíble vista logró hacer que olvidara al posible espía.
Salí de la habitación y me dirigí a la cocina para buscar mi móvil. Lo encontré conectado a la alimentación eléctrica, en el mismo sitio donde lo había dejado la noche anterior. Presioné un botón para ver el reloj en la pantalla. Faltaba poco para que tuviera la batería totalmente cargada.
Según el reloj, eran las cinco de la mañana.
No había llamadas perdidas, ni mensajes de texto de Jollie.
Dejé de nuevo el teléfono en su lugar y me dirigí al cuarto de baño.
Aseguré la puerta tras entrar, para evitar visitas indeseadas por cortesía de Daphne y su mala manía de querer orinar en los momentos menos esperados.
Usé el inodoro y me dispuse a darme una ducha. Me desnudé y abrí el agua caliente. Luego tuve que pasar cinco minutos intentando que mis dedos volvieran a su posición original pues se habían adaptado a la forma de las llaves del agua.
Tardé casi quince minutos en salir.
La habitación se llenó con el vapor. Se empañaron las ventanas y los espejos. Sentí un terrible dolor al flexionar mis dedos para lavar mi cabello, o para tomar el paño y frotar mi cuerpo. ¿Cómo podría cualquiera vivir así?
Al salir de la ducha, cubrí mi cuerpo con una de las toallas que Daphne había colocado sobre el tanque del inodoro. Era suave y de color blanco. Tenía mi nombre bordado con hilo negro. Era un original, y estúpido, regalo de cumpleaños que mi madre me dio cinco años atrás. Me miré en el espejo que estaba sobre el lavamanos. Con el dorso de mi mano derecha limpié el vaho para descubrir mi imagen.
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La Violinista
Mystery / ThrillerAnnaliesse Winthord es una talentosa violinista que pierde la movilidad de su manos tras un terrible accidente. Un viaje con su mejor amiga, Daphne Wayne, se convierte en su oportunidad de empezar desde cero en Santa Barbara, California. Sin embargo...