XIII LA VOZ DEL RUISEÑOR

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  Tristan defors e chante e gientCum russiñol que prent congéEn fin d'esté od grant pitíé.(Le Domnei des Amanz) 

 De regreso a la cabaña de Orri el guardabosque, arrojado el bordón ydespojado de la capa de peregrino, Tristan comprendió claramente que habíallegado el día de mantener la fe jurada al rey Marés y de alejarse del país deCornualles.¿Qué esperaba aún? La reina se había justificado, el rey la amaba y lacolmaba de honores. Arturo, si fuera preciso, la tomaría bajo susalvaguardia, y de ahora en adelante ninguna traición podría prevalecercontra ella. ¿Por qué vagar por más tiempo por los alrededores de Tintagel?Arriesgaba vanamente su vida y la del leñador y la tranquilidad de Isolda.Era preciso: tenía que partir; y fue por última vez, bajo su túnica daperegrino, en la Blanca-Landa, que sintió el hermoso cuerpo de Isoldaestremecerse entre sus brazos.Tres días tardó todavía, no pudiendo desprenderse del país donde vivía lareina. Pero llegado el cuarto día, se despidió del guardabosque que le habíaalbergado y dijo a Gorvalán:–Buen maestro, ha llegado la hora de la gran partida; marcharemos haciala tierra de Gales.Se pusieron en camino, tristemente, bajo la noche. Pero su camino seguíaa lo largo del jardín cercado de estacas donde en otro tiempo Tristánesperaba a su amiga. La noche brillaba, límpida, cuajada de estrellas... En elrecodo del camino, no lejos de la empalizada, vio erguirse en la claridad delcielo el tronco robusto del gran pino.–Buen maestro, espera en el bosque cercano; vuelvo enseguida.–¿Adónde vas, loco? ¿Quieres, sin tregua, seguir buscando tu muerte?Pero de un salto ágil, Tristán había ganado la empalizada de estacas.Llegó hasta el gran pino, cerca de la gradería de mármol claro. ¿De quéserviría ahora arrojar a la fuente virutas bien talladas? ¡Isolda no vendría ya!Con pasos ligeros y prudentes, por el sendero que antes siguiera la reina, osóaproximarse al castillo. En su cámara, entre los brazos de Marés durmiente,velaba Isolda. De pronto, por la ventana entreabierta, donde jugueteaban losrayos de la luna, entró la voz de un ruiseñor.Isolda escuchaba la sonora voz que venía a encantar la noche, y la voz seelevaba, plañidera, tan inefablemente triste, que sólo un corazón cruel oasesino hubiera dejado de enternecerse con ella.«¿De dónde viene esta melodía?», pensó la reina.Y comprendió, súbitamente...«¡Ah! ¡Es Tristán! En la selva del Morois imitaba también a los pájaroscantores para complacerme. Va a partir y me da su último adiós. ¡Cómo selamenta! Como el ruiseñor cuando se despide, a fines de verano, henchido detristeza. ¡Amigo, jamás volveré a oír tu voz!»La melodía vibró más ardiente.«¡Ah!, ¿Qué exiges? ¿Que venga? ¡No! Acuérdate de Ogrín el ermitaño yde los juramentos pronunciados. Cállate, la muerte nos acecha... Pero ¿quéimporta la muerte? ¡Tú me llamas, tú me quieres, yo voy!»Se desprendió de los brazos del rey y se echó un manto forrado de pielessobre su cuerpo casi desnudo. Debía atravesar la sala contigua donde cadanoche diez caballeros velaban, relevándose. Mientras cinco de ellosdormían, los otros cinco, armados, de pie ante las puertas y las ventanas,vigilaban al exterior... Pero, por azar, se hallaban todos dormidos, cinco ensus lechos, cinco sobre las losas. Isolda sorteó sus cuerpos esparcidos,levantó la barra de la puerta; sonó el anillo, pero sin despertar a ninguno delos vigías. Franqueó el umbral y el cantor apagó su voz.Bajo los árboles, sin palabras, él la estrechó contra su pecho. Los brazosse anudaron firmemente en torno a los cuerpos, y hasta el alba y comocosidos con misteriosos torzales, no se desasieron del abrazo. A pesar delrey y de los guerreros, los amantes gozan su dicha y sus amores.Aquella noche enloqueció a los amantes, y los días siguientes, como elrey abandonara Tintagel para tener audiencia en San Lubín, Tristán, denuevo en casa de Orri, osó cada madrugada, al claro de luna, deslizarse porel jardín hasta las habitaciones de las mujeres.Un siervo le sorprendió y se fue a encontrar a Andret, Denoalén yGondoíno:–Señores, la bestia que creéis expulsada ha vuelto a la guarida.–¿Quién?–Tristán.–¿Cuándo lo has visto?–Esta madrugada; le he reconocido perfectamente. Mañana, al alba,podréis verle venir, la espada al cinto, un arco en una mano, dos flechas en laotra.–¿Por dónde le veremos?–Por una ventana que he descubierto. Pero si os la enseño, ¿cuánto medaréis?–Treinta marcos de plata. Serás un rico campesino.–Escuchad -dijo el siervo-. Se puede ver la estancia de la reina por unaventana estrecha que la domina, abierta en lo alto de la muralla. Pero unagran cortina colgada a través del cuarto disimula el agujero. Que mañanauno de vosotros tres penetre lindamente en el jardín, corte una larga rama deespino y la afile por el extremo; que trepe entonces hasta la alta ventana ehinque la rama, como un alfiler, en la tela de la cortina; podrá así apartarlaligeramente; y arda mi cuerpo, señores, si tras la colgadura no veis entonceslo que acabo de deciros.Andret, Gondoíno y Denoalén discutieron cuál de ellos gozaría primerodel espectáculo y convinieron al fin que fuera otorgado a Gondoíno. Sesepararon. A la mañana siguiente, al alba, volverían a encontrarse. ¡Mañana,al alba, buenos señores, guardaos de Tristán!Al día siguiente, noche cerrada todavía, Tristán, abandonando la cabañade Orri, trepó hacia el castillo bajo las espesas matas de espinos. Saliendo dela maleza, miró por un claro y vio a Gondoíno que venía de su mansión.Tristán se arrojó de nuevo en los espinos y se agazapó emboscándose en elmatorral.–¡Ah! ¡Dios mío! Haz que el que avanza por allá abajo no se dé cuenta demí antes del instante favorable.Con la espada en la mano le esperaba, pero, por casualidad, Gondoínotomó otro camino y se alejó. Tristán salió de la maleza, decepcionado,tendió el arco, apuntó: ¡ay!, el hombre estaba ya fuera de su alcance.En este momento, he aquí a Denoalén, a lo lejos, descendiendosuavemente por el sendero, al trote de un pequeño palafrén negro y seguidopor dos grandes lebreles. Tristán le acechó oculto tras un manzano. Vio queazuzaba a sus perros a levantar un jabalí en un soto. Pero antes de que loslebreles le hayan desalojado de su cubil, su dueño habrá recibido tal heridaque no habrá médico capaz de curarle. Cuando Denoalén estuvo cerca de él,Tristán arrojó su capa, dio un salto y se irguió ante su enemigo. El traidorquiso huir, pero fue en vano. Apenas tuvo tiempo de gritar: «¡Me hasherido!» Cayó del caballo. Tristán le cortó la cabeza, cortó las trenzas quecolgaban alrededor de su rostro y las metió en su jubón; quería enseñarlas aIsolda para alegrar el corazón de su amiga.«¡Ay! – pensaba- ¿qué se ha hecho de Gondoíno? Se ha escapado;¡lástima que no le haya podido pagar con la misma soldada!»Enjugó su espada, volvióla a su vaina, arrastró sobre el cadáver un troncode árbol y, abandonando el cuerpo sangrante, se fue, el capuz en la cabeza,hacia su amiga.En el castillo de Tintagel, Gondoíno le había tomado la delantera;encaramado sobre la alta ventana, había hincado su rama de espino en lacortina, y apartando ligeramente dos paños de la tela miraba de soslayo lacámara tapizada. Primeramente no vio a nadie más que a Perinís, después aBrangania, llevando aún el peine con que acababa de peinar a la reina de loscabellos de oro.Pero entró Isolda y luego Tristán. Llevaba en una mano su arco de blancamadera y dos flechas, en la otra sostenía dos largas trenzas de hombre.Dejó caer su capa, y su hermoso cuerpo apareció. Isolda la Rubia seinclinó para saludarle, y al incorporarse, levantando la cabeza hacia él, vio,proyectada sobre la tapicería, la sombra de la cabeza de Gondoíno.Tristán le decía:–¿Ves estas hermosas trenzas? Son de Denoalén. Te he vengado de él.Nunca más podrá comprar o vender escudo ni lanza.–Está bien, señor, pero tended este arco, os lo ruego; quiero ver si esfácil de armar.Tristán lo tendió, extrañado, pero comprendiendo a medias. Isolda cogióuna de las flechas, la empulgó, miró si la cuerda estaba bien. Y dijo con vozrápida y baja:–Veo algo que no me gusta. ¡Apunta bien, Tristán!Él levantó la, cabeza y vio, en lo alto de la cortina, la sombra de lacabeza de Gondoíno.–¡Que Dios dirija esta flecha!Dicho esto, se vuelve hacia el muro y dispara. La larga flecha silba en elaire -ni esmerejón ni golondrina vuelan tan raudos-, revienta el ojo deltraidor, atraviesa su cerebro como si fuese una manzana y se detiene,vibrante, contra el cráneo. Sin un grito, Gondoíno se desplomó y cayó sobreuna estaca.Entonces Isolda dijo a Tristán:–¡Huye ahora, amigo! Ya ves, los felones conocen tu refugio. Andretsobrevive, lo enseñará al rey. Ya no hay seguridad para ti en la cabaña delleñador. ¡Huye, amigo! El fiel Perinís esconderá este cuerpo en el bosque, detal suerte que el rey jamás tendrá noticia de él. Pero debes huir de este país,por tu salvación y por la mía.Tristán dijo:–¿Cómo podría vivir?–Sí, amigo Tristán, nuestras vidas están enlazadas y unidas una a otra. Yyo, ¿cómo podría vivir? Mi cuerpo queda aquí, pero tú poseerás siempre micorazón.–Isolda mía, yo parto, no sé hacia qué país. Pero si alguna vez vuelves aver el anillo de jaspe verde, ¿harás lo que por él te mande decir?–Sí, ya lo sabes; si vuelvo a ver el anillo de jaspe verde, ni torre, nifuerte castillo, ni prohibición real, me impedirán hacer la voluntad de miamigo, sea locura o discreción.–Amiga, que el Dios nacido en Belén te lo tenga en cuenta.–Que Dios te guarde, amigo.

Tristán e IsoldaWhere stories live. Discover now