XII EL JUICIO DEL HIERRO CANDENTE

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  Dieus i a fait vertus.(Béroul) 

 Muy pronto Denoalén, Andret y Gondoíno se creyeron seguros. Sin dudaTristán arrastraba su vida al otro lado del mar, en un país demasiado lejanopara alcanzarles. Un día de caza, mientras el rey escuchaba los ladridos de lajauría, reteniendo a su caballo en medio de un terreno quebradizo, los trescabalgaron hacia él:–Rey, escucha nuestra palabra. Tú habías condenado a la reina sin juicioy esto era faltar al honor. Hoy la absuelves sin juicio: ¿no es falta mayortodavía? Ella no se ha justificado nunca y los barones de tu país os censurana los dos. Aconséjale que reclame ella misma el juicio de Dios. ¿Qué lecostará jurar sobre los huesos de los santos que nunca ha faltado? ¿O cogerun hierro candente si está limpia de culpa? Así lo exige la costumbre y, conesta fácil prueba, serán disipadas para siempre las añejas sospechas.Marés, irritado, respondió:–¡Que Dios os aniquile, señores de Cornualles que sin tregua andáisbuscando mi venganza! Por vosotros he expulsado a mi sobrino: ¿qué másexigís? ¿Que expulse a la reina Isolda? ¿Cuáles son vuestros nuevosagravios? ¿No se ofreció Tristán a defenderla contra los antiguos? Parajustificarla os ha presentado batalla; todos lo habéis oído, ¿Por qué no habéisesgrimido contra él escudos y lanzas? Señores, me habéis requerido contratodo derecho. ¡Procurad, pues, que no vuelva a llamar al hombre expulsadopor vosotros!Temblaron entonces los cobardes y creyeron ver a Tristán de regresohaciéndoles derramar hasta la última gota de sangre.–Señor, os aconsejamos por vuestro honor, como corresponde a vuestrosfieles, pero callaremos en lo sucesivo. ¡Olvidad vuestra ira, suplicamos denuevo vuestra paz!Pero Marés se incorporó sobre los arzones:–¡Fuera de mi tierra, felones! ¡No tendréis ya mi paz! Por vosotros heexpulsado a Tristán. Ha llegado vuestra hora. ¡Fuerza de mi tierra!–¡Sea, buen señor! ¡Nuestros castillos son fuertes, bien cercados deestacas y sobre ariscos peñascos!Y, sin saludarle, volvieron grupas.Sin esperar sabuesos ni monteros, Marés empujó su caballo haciaTintagel, subió los peldaños de la sala y la reina oyó sobre las losas elresonar de sus pasos precipitados.Se levantó, corrió a su encuentro, cogió su espada como tenía porcostumbre y se inclinó profundamente. Marés le retuvo las manos y la atrajohacia sí, y cuando Isolda, alzando hacia él la mirada, vio sus noblesfacciones atormentadas por la cólera, creyó verle como le viera en otrotiempo, ante la hoguera, loco de furor.«¡Ah! – pensó ella-, mi amigo ha sido descubierto y apresado por el rey»Sintió helársele el corazón en el pecho, y, sin decir palabra, se postró alos pies de Marés. Él la tomó en brazos y la besó dulcemente. Poco a poco lareina se fue reanimando.–Amiga mía, ¿cuál es vuestro tormento?–Señor, tengo miedo, ¡os veo enfurecido...!–Sí, regresaba irritado de esta caza.–¡Ah! Señor, si vuestros monteros os han disgustado, ¿está bien tomarlotan a pecho?Marés sonrió a estas palabras:–No, amiga, no son mis monteros quienes me han irritado, sino tresfelones que nos odian tiempo ha. Tú les conoces: Andret, Denoalén yGondoíno. Les he arrojado de mi tierra.–Señor, ¿qué es lo que han osado decir de mí?–¿Qué te importa? Les he expulsado.–Señor, todos tienen derecho a expresar su pensamiento. Mas yo lo tengoa conocer la afrenta arrojada sobre mí. ¿Y quién me la dirá sino vos? Sola eneste país extraño, no tengo a nadie, fuera de vos, señor, para defenderme.–Sea. Pretendían, pues, que convendría te justificaras por el juramento ypor la prueba del hierro candente. «¿No es natural (decían) que solicite por símisma esto juramento? Leves son estas pruebas para el que se sabe inocente.¿Qué le costaría? Dios es verdadero juez: disiparía para siempre los antiguosagravios...» He aquí lo que pretendían. Pero dejemos estas cosas.Expulsados están, te digo.Isolda, estremeciéndose, miró al rey.–Señor, ordenadles que vuelvan a la corte. Me justificaré por juramento.–¿Cuándo?–Pasados diez días.–Corto es el plazo, amiga,–Todavía demasiado largo para mí. Pero requiero que en este tiempomandéis decir al rey Arturo que cabalgue con monseñor Galvén, con Girflet,con Ké el senescal y cien de sus caballeros hasta el confín de vuestra tierra,en la Blanca-Landa, sobre la orilla del río que separa vuestros reinos. Allí,ante ellos, es donde quiero pronunciar el juramento y no sólo a presencia delos barones. Sé que, apenas habría jurado, vuestros barones os requeriríantodavía para que me impusierais una nueva prueba y jamás acabaríannuestros tormentos. Pero a nada se atreverán ya si Arturo y sus caballerosson fiadores del juicio.Mientras se apresuraban a partir hacia Carduel los heraldos de armas,mensajeros de Marés al rey Arturo, Isolda envió en secreto hacia Tristán a supaje Perinís, el Rubio, el Fiel.Perinís corrió por el bosque, evitando los senderos concurridos, hasta quealcanzó la cabaña de Orri el guardabosque, donde hacía muchos días queesperaba Tristán. Perinís le contó las cosas acaecidas, la nueva felonía, elplazo del juicio y la hora y el lugar señalados:–Señor, mi dama me manda deciros que en el día señalado, bajo unhábito de peregrino y tan hábilmente disfrazado que nadie puedareconoceros, os presentéis sin armas en la Blanca-Landa. Ella ha de cruzar elrío en barca para alcanzar el lugar del juicio, sobre la orilla opuesta, dondeveréis a los caballeros del rey Arturo. La esperaréis allí. Sin duda podréisentonces prestarle ayuda. Mi señora va con temor al juicio. Pero, con todo,fía en la bondad de Dios que supo ya arrancarla de manos de los leprosos.–Vuelve hacia la reina, bello y dulce amigo Perinís; dile que cumpliré suvoluntad.Pues, señores, sucedió que al regresar Perinís hacia Tintagel, divisó porla espesura al mismo guardabosque que poco antes había sorprendido a losamantes dormidos y los había denunciado al rey. Un día, borracho, se habíajactado de su traición. El hombre cavaba en la tierra un hoyo profundo y lorecubría hábilmente de ramajes para coger lobos y jabalís. Vio arrojarsesobre él al paje de la reina y quiso huir. Pero Perinís le acorraló al borde dela trampa.–¡Espía!, tú has vendido a la reina, ¿por qué huyes? Quédate aquí al ladode la tumba que has abierto con tus propias manos.Su bastón volteó en el aire, zumbando. Bastón y cráneo se rompieron a lavez, y Perinís el Rubio, el Fiel, empujó con el pie el cuerpo en el fosocubierto de ramas.En el día señalado para el juicio, Isolda y los barones de Cornualles,cabalgando hasta la Blanca-Landa, llegaron al río en hermoso orden y,reunidos a lo largo de la otra orilla, los caballeros de Arturo les saludaroncon sus brillantes banderas.Mezclados con ellos y sentados sobre el ribazo, un peregrino miserable,envuelto en su capa cuajada de conchas marinas, alargaba su escudilla demadera y pedía limosna con aguda y doliente voz.Remando briosamente se acercaban las barcas de Cornualles. Cuandofaltaba poco para tomar tierra, Isolda pidió a los caballeros que la rodeaban:–Señores, ¿cómo podría alcanzar tierra firme sin ensuciar mis largosvestidos en este lodo? Quisiera, que alguien viniera a ayudarme.Uno de los caballeros llamó al peregrino.–Amigo, remanga tu capa, baja al agua y lleva a la reina si, de puro débil,no temes doblarte a medio camino.El hombre cogió a la reina en brazos. Y ella suspiró en voz muy baja:–¡Amigo!Luego, más bajo todavía:–Déjate caer sobre la arena.Llegado a la orilla, tropezó y cayó, teniendo a la reina sujeta entre susbrazos. Escuderos y marinos, cogiendo remos y bicheros, perseguían alpobre hombre.–Dejadle -dijo la reina-, sin duda una larga peregrinación le ha agotado.Y quitándose un precioso broche de oro, lo arrojó al peregrino.Ante el pabellón de Arturo, una rica tela de seda de Nicea se extendía porel verde césped, y las reliquias de los santos, retiradas de las urnas y de lasarquetas, se hallaban ya dispuestas. Monseñor Galvén, Girflet y Ké elsenescal las custodiaban.Habiendo dirigido una súplica al Señor, la reina se quitó las joyas de lagarganta y de las manos y las dio a los pobres mendigos; desciñó su mantode púrpura y su pañoleta fina y los regaló; dio también su camisolín y subrial y los zapatos incrustados de pedrería. Conservó únicamente sobre sucuerpo una túnica sin mangas y, con los brazos desnudos, avanzó entre losdos reyes. A su alrededor, los barones la contemplaban llorando en silencio.Junto a las reliquias ardía un brasero. Temblorosa, alargó la mano derechahacia las osamentas de los santos, diciendo:–Rey de Logres y vos, rey de Cornualles, y vosotros, señor Galvén, señorKé, señor Girflet, y todos los que seréis mis fiadores: os digo que por estoscuerpos santos y por todos los cuerpos santos que hay en el mundo, juro quejamás hombre nacido de mujer me ha tenido en sus brazos, excepto el reyMarés, mi señor, y el pobre peregrino que ahora mismo habéis visto caer.Rey Marés, ¿te parece bien este juramento?–Sí, reina, y que Dios manifieste su verdadero juicio.–Amén -dijo Isolda.Se acercó al brasero, vacilante y pálida. Todos callaban. El hierro estabaal rojo vivo. Entonces sumergió sus brazos desnudos en las brasas, cogió labarra de hierro, dio nueve pasos sosteniéndola en sus manos, arrojóla luego,y extendió los brazos en cruz con las palmas abiertas. Y vieron todos que sucarne estaba más sana que la pulpa de la fruta fresca. Y de aquellos pechosun gran murmullo de alabanza se elevó hacia Dios...

Tristán e IsoldaWhere stories live. Discover now