Sears James

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Pasaban la mayoría de los días juntos en la oficina, pero Ricky rindió homenaje a la tradición al esperar hasta la reunión siguiente en casa del doctor Jaffrey para formular a Sears la pregunta que lo había obsesionado durante dos semanas.

—¿Enviaste la carta?

—Desde luego. Te dije que la mandaría.

—¿Qué le dijiste?

— Lo que convenimos decirle. También mencioné la casa y le dije que esperaba que no decidiera vender sin verla primero. Todas las cosas de Edward están todavía allí, por supuesto, incluidos sus papeles. Yo no tengo ánimo para revisarlos. Puede ser que él quiera hacerlo.

Estaban algo apartados de los otros dos, junto a la puerta que conducía al livingroom de Jaffrey. John y Lewis estaban sentados en sillones victorianos en un rincón del primero de los cuartos, conversando con el ama de llaves del doctor, Milly Sheehan, quien estaba sentada en un taburete frente a ellos, sosteniendo en equilibrio una bandeja floreada con sus bebidas. Como a la mujer de Ricky, a Milly le resentía que no la incluyesen en las reuniones de la Chowder Society. En contraste con Stella Hawthorne, en cambio, siempre acechaba en las cercanías de donde estaban los hombres, entrando con recipientes llenos de hielo, con sandwiches, o con café. Irritaba a Sears casi tanto como un moscardón de los que se golpean en verano contra las ventanas. En muchos sentidos, Milly Sheehan era preferible a Stella Hawthorne: menos cargosa, menos compulsiva. Era obvio, además, que cuidaba bien a John. A Sears le gustaban las mujeres que servían a sus propios amigos. Para Sears, no era posible responder en uno u otro sentido al interrogante sobre el cuidado que había prestado Stella a Ricky.

Sears miró ahora a la persona que el destino había colocado más cerca de él que ninguna otra en el mundo y decidió que Ricky estaba pensando que se había escabullido para no responder a la última de sus preguntas.

—Muy bien —admitió—. Le dije que no estábamos conformes con lo que sabíamos sobre la muerte de su tío. No mencioné a la señorita Galli.

—Gracias a Dios —dijo Ricky y se alejó por la sala a reunirse con los otros. Milly se levantó, pero con una sonrisa Ricky le hizo un gesto de que permaneciera sentada. Caballero innato, Ricky siempre se había mostrado encantador con las mujeres. Había un sillón a menos de un metro de distancia, pero se negó a sentarse hasta que Milly lo invitó a ocuparlo.

Sears dejó de mirar a Ricky para contemplar el familiar livingroom del piso alto. John Jaffrey había hecho de toda la planta baja su consultorio médico, con salas de espera, salas de consulta y una pequeña farmacia. Las otras dos habitaciones de la planta baja eran el departamento de Milly. John pasaba el resto de su vida en este piso alto, donde antes había solamente dormitorios. Hacía por lo menos sesenta años que Sears conocía el interior de la casa de John Jaffrey: durante su propia infancia había vivido dos casas más lejos en la misma calle, pero en la acera opuesta. Es decir, el edificio que siempre había considerado como la «casa de la familia» siempre estuvo allí, y a él se volvía de vacaciones, desde el internado o desde Harvard. En aquella época la casa de Jaffrey pertenecía a una familia llamada Frederickson, con hijos mucho menores que Sears. El señor Frederickson había sido comerciante de granos, un hombre enorme y astuto, voraz consumidor de cerveza, con pelo rojizo y rostro rubicundo, que a veces mostraba un extraño tinte azulado. Su mujer había sido la más apetecible que Sears había conocido jamás. Era alta, con el pelo recogido en torzadas, de un tono entre castaño y bronceado, con un rostro exótico y felino y pechos salientes. Eran estos pechos lo que más había fascinado a Sears entonces. Cuando conversaba con Viola Frederickson, tenía que luchar por no dejar de mirarla a la cara.

Durante el verano, cuando estaba de vacaciones del internado y entre viajes periódicos al campo, era babysitter de la familia. Los Frederickson no podían permitirse tener una niñera permanente, a pesar de contar con una muchacha del Hollow que dormía en la casa y actuaba como cocinera y mucama. Seguramente a Frederickson le divertía muchísimo que el hijo del profesor James cuidase de sus varones. Sears contaba con sus propias diversiones. Le gustaban los chicos y disfrutaba del hecho de que lo consideraran un héroe, actitud que tanto se parecía a la de los internos menores del Hill School. Cuando los chicos se dormían, le gustaba vagar por la casa y satisfacer su curiosidad. Leyó su primera carta en francés cuando la encontró en el cajón de la cómoda de Abel Frederickson. Sabía que hacía mal al meterse en los dormitorios, pero no podía contenerse. Una noche abrió el escritorio de Viola Frederickson y encontró una fotografía de ella, increíblemente joven, increíblemente incitante, exótica, cálida, especie de icono o imagen representativa de la otra mitad de la especie. Al contemplar el pecho que hinchaba la tela de su blusa, se le llenó la mente de sensaciones sobre su peso, su turgencia. Se excitó tanto que era como si tuviese un tronco entre las piernas: era la primera vez que su sexualidad lo asaltaba con tanta fuerza. Dejó escapar un gemido, se apartó de la fotografía y vio entonces una de las blusas de ella doblada sobre la cómoda. Tampoco pudo contenerse. La acarició, vio los puntos donde la blusa se combaría al contener aquel pecho; la carne parecía estar presente bajo sus manos. De inmediato, la vergüenza lo golpeó como un puñetazo. Hizo un rollo con la blusa, la guardó en su cartapacio escolar y cuando volvía a su casa, dio un rodeo y arrojó la prenda, en una época impecable, al río. Nadie mencionó nunca la blusa robada, pero fue la última vez que le pidieron que fuese babysitter.

Por las ventanas detrás de la cabeza de Ricky Sears veía el farol callejero que brillaba sobre el segundo piso de la casa adquirida por Eva Galli, cuando obedeciendo a quién sabe qué impulso o capricho, se instaló en Milburn. La mayor parte del tiempo lograba no pensar en Eva Galli y en la casa donde vivió. Imaginaba que en aquel momento tenía conciencia de ello —o de la casa que brillaba delante de ellos detrás de la ventana— a causa de una relación hecha por su mente entre ella y la escena ridícula que acababa de recordar. «Quizá debí irme de Milbum mientras podía hacerlo», pensó. El dormitorio donde había muerto Edward Wanderley hacía exactamente un año estaba arriba de aquel cuarto. Por un acuerdo tácito, nadie aludió al hecho de que la reunión tuviese lugar en esta casa y el día del aniversario de la muerte de su amigo. Una fracción del sentimiento de infortunio de Ricky desfiló por su propia mente, pero en seguida pensó: «Viejo tonto, sigues sintiendo culpa apropósito de esa blusa. ¡Tonto!»


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