John Jaffrey

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El doctor, a quien había tocado recibir al club, despertó de un sueño atormentado en el momento en que Ricky Hawthorne y Sears James comenzaban su marcha a través del potrero hacia lo que parecía desde lejos varias pilas de ropa sucia. Con un quejido, Jaffrey miró alrededor. Todo en el dormitorio parecía haber sufrido un cambio sutil, un cambio para peor. Hasta el hombro desnudo de Milly Sheehan, quien seguía dormida a su lado, estaba mal, en cierto modo... el hombro redondeado de Milly parecía carecer de sustancia, como si fuera de humo rosado suspendido en el aire. Lo mismo podía decir de todo el dormitorio. El empapelado desteñido (rayas azules y flores más azules aún), la mesa con sus cuidadosas pilas de monedas, un libro de biblioteca pública (La formación de un cirujano) y una lámpara, las puertas y picaportes del alto armario blanco delante de él, el traje de rayas de color gris usado el día anterior y el smoking puesto en forma descuidada sobre el respaldo de una silla: todo parecía despojado de varios tonos de color, inconsistente como el interior de una nube. En ese cuarto que le era a la vez familiar y carente de realidad le resultaba imposible quedarse.

Jesús, se movió, sus propias palabras se enroscaron y murieron en aquel aire lavado, como si acabase de pronunciarlas. Perseguido por ellas, se levantó de la cama con rapidez.

Jesús, se movió y esta vez lo oyó. La voz era pareja, sin modulación ni vibración y no era la propia. Tenía que salir de la casa. De sus sueños, recordaba solamente la última imagen insólita: antes de ella había habido el tema habitual de yacer paralizado en un dormitorio desnudo, un dormitorio que no había visto nunca en su vida y la entrada de la bestia amenazadora que por fin se manifestaba como Sears y Lewis, ambos muertos. Había supuesto que todos ellos habían estado sufriendo la misma pesadilla. Pero la imagen que le hizo huir corriendo del cuarto era la siguiente: el rostro, manchado de sangre y deformado por los golpes, de una mujer joven —tan muerta como el Sears y el Lewis del sueño familiar— que lo miraba con ojos como ascuas y una boca sonriente. Era más real que nada de lo que lo rodeaba, más real que él mismo (Jesús, se movió, pero no puede ser, está muerta).

Sin embargo se movió. Se sentó y sonrió.

Por último todo tocaba a su fin para él, como había sucedido en el caso de Edward, y con parte de la mente tenía conciencia de ello. Y se sentía agradecido. Algo sorprendido de que las manos no se le fundiesen a través de las manijas de bronce de la cómoda, Jaffrey sacó medias y ropa interior. Una luz ultraterrena, sonrosada, llenaba el dormitorio. Se vistió rápidamente con prendas elegidas al azar, luego de una selección ciega y salió del cuarto para bajar a la planta baja. Allí, obedeciendo a un impulso establecido en él por diez años de costumbre, entró en un pequeño consultorio de los fondos de la casa, abrió un mueble con cajones y sacó de él dos ampollas y dos agujas hipodérmicas desechables. Se sentó luego en un sillón giratorio, se enrolló la manga del brazo izquierdo, sacó las jeringas de su envase y puso una en la mesita de metal junto a él.

La muchacha se sentó en el automóvil manchado de sangre y le sonrió por la ventana. Le dijo Date prisa, John. Introdujo la primera de las agujas por la tapa de goma para extraer el compuesto de insulina y seguidamente se lo inyectó en el brazo. Arrojó la jeringa usada al canasto papelero debajo de la mesita. Introdujo entonces la segunda aguja en la segunda ampolla, que contenía un compuesto de morfina, y se aplicó éste en el mismo brazo.

Date prisa, John.

Ninguno de sus amigos sabía que era diabético desde que cumplió los sesenta años. Tampoco sabían de la adicción que se apoderó poco a poco de él en el mismo período, cuando comenzó a administrarse la droga. Sólo veían los efectos de este rito matutino del doctor en los estragos que mostraba en su físico.

Con ambas ampollas en el fondo del canasto, el doctor Jaffrey salió al vestíbulo y entró en la sala de espera. Las sillas vacías se alineaban a lo largo de las paredes. En una de ellas estaba sentada una muchacha con la ropa destrozada, manchas de sangre en el rostro y más sangre que brotó de su boca cuando le dijo Date prisa, John.

Buscó dentro de un armario su sobretodo, y le sorprendió que su mano, extendida al final de su brazo, fuese algo entero que funcionaba bien. Alguien detrás de él parecía estar ayudándolo a meter los brazos en las mangas del sobretodo. Con un gesto ciego tomó un sombrero del estante de arriba y salió precipitadamente por la puerta principal.

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