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—No —prosiguió Sears—, estaba empeñado en ayudar a ese pobre chico, Fenny Bate. No creía que existiese lo que se llama un chico malo, a menos que la incomprensión y la crueldad lo hiciesen malo. Y se trataba de algo que era posible corregir. Comencé, pues, mi modesto programa de salvataje. Cuando Fenny volcó su pupitre al día siguiente, yo mismo se lo levanté, con gran disgusto de Los niños mayores. A la hora del almuerzo le pedí que se quedara en el aula conmigo.

Los otros chicos salieron había un rumor de expectativa. Estoy seguro de que imaginaban que le pegaría tan pronto como ellos se fueran. Luego advertí que su hermana se quedaba en un rincón oscuro del cuarto.

—No lo castigaré, Contance —le dije—. Puedes quedarte también, si quieres. ¡Pobres chicos! Aun hoy los veo a ambos, con sus malas dentaduras y sus ropas destrozadas, él lleno de suspicacia y ella, simplemente de temor... temor por él. Se sentó muy despacio en una silla y yo comencé a ocuparme de corregir algunos de los conceptos equivocados de Fennv. Le conté anécdotas de exploradores que yo conocía, le hablé de Lewis, Clarke, Cortés, Nansen y Ponce de León, usando material que más tarde emplearía en clase, pero nada surtió efecto alguno en Fenny. ¡ Sabía que el mundo no llegaba a más de sesenta o setenta kilómetros de Cuatro Caminos y que la gente dentro de este radio formaba la población del mundo! Se aferraba a esta noción con la empecinada testarudez del retardado mental.

—¿Quién te dijo todo eso, Fenny? —le pregunté. Él agitó la cabeza—. ¿Lo inventaste? —Volvió a agitar la cabeza negativamente.— ¿Fueron tus padres?

En su rincón oscuro, Constance dejó escapar una risa tonta, una risa desprovista de humor. Me provocó escalofríos, pues creó imágenes en mí de una vida casi bestial. Desde luego, era eso lo que tenían esos dos niños y los otros lo sabían. Y según me enteré más tarde, era mucho peor, mucho más desnaturalizado que nada que yo pudiese haber imaginado.

De todos modos, levanté las manos en un gesto de desesperación, o de impaciencia y esa pobre chica supuso que estaba por pegar a su hermano, porque me gritó desde el fondo de la clase:

—¡Fue Gregory! 

Fenny la miró y juro que nunca vi yo una mirada tan llena de miedo como aquélla. En el instante siguiente Fenny se había levantado y salido corriendo del aula. Traté de llamarlo para que volviera, pero fue inútil. Corría como loco en dirección al bosque, en un galope semejante al de una liebre. La chica se quedó junto a la puerta, mirando cómo se alejaba. Y ahora ella también tenía cara de susto y consternación. Todo su ser dio la impresión de palidecer.

—¿Quién es Gregory, Constance? —le pregunté y ella hizo una mueca—. ¿Pasea a veces delante de la escuela? ¿Tiene el pelo así? —Al decir esto me acerqué las manos a la cabeza con los dedos extendidos hacia arriba. A su vez ella salió corriendo a toda velocidad.

Bien, esa tarde los demás alumnos me aceptaron como maestro. Suponían que había castigado a los dos hermanos Batey participado así en el orden natural de las cosas. Y esa noche obtuve, sino una papa más, por lo menos una sonrisa rígida de Sophronia Mather. Era obvio que Ethel Birdwood había informado a su madre que el nuevo maestro había aceptado ser razonable.

Fenny y Constance no fueron a la escuela los dos días siguientes. Me preocupó el hecho y me dije que quizá había actuado con tanta torpeza que no volverían. El segundo día estaba tan inquieto que durante la hora del almuerzo me paseé por el patio de la escuela. Los chicos me miraban como quien mira a un loco peligroso. Era obvio que el maestro debía permanecer en el aula, seguramente administrando castigos con la férula. Oí entonces algo que me hizo detener bruscamente y volverme con viveza hacia un grupo de niñas que estaban sentadas con aire de falsa modestia en el césped. Eran las mayores, y una de ellas era Ethel Birdwood. Estaba seguro de que le había oído mencionar el nombre de Gregory.

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