La chica del metro

Cinco

Son las tres y media de un martes trece. La gente tiembla al pensarlo y procura no correr ningún riesgo, no vaya a ser que pase algo.
A la chica del metro todo eso le parece una tontería: un martes trece es un día más en el calendario, un gato negro es igual al resto de gatos del mundo y un trébol de cuatro hojas le gusta porque es original y es más difícil de encontrar y, por eso, más interesante.

Así que a las tres y media de ese martes trece la chica del metro está como siempre contemplando a la gente. Bueno, quizá como siempre no.
Se ha quedado asombrada porque ha visto a un chico de pelo rubio rapado formando extraños dibujos y unos ojos azules de mirada intensa; y no ha podido ver nada. Esos ojos azules no dejan jugar a imaginarse una vida interesante, diferente, en la que él no sea la persona que todo el mundo ve, que es lo que suele hacer ella.

La gente dice que los ojos son el reflejo del alma, pues bien, el alma de este chico es triste, llena de soledad e ira...tanta que la chica del metro no tiene fuerzas para esbozar siquiera una débil sonrisa. Aparta la mirada levemente sonrojada deseando que ese chico tenga alguien en algún lugar que le ayude a sacar todo eso de dentro.

Gira la cabeza, con la esperanza de encontrar alguien a quien poder observar y sacarse de la cabeza a aquel chico triste. Y ve a un sacerdote que, sentado y con un libro gordo en las piernas, reza con la cabeza gacha. La chica del metro piensa que el sacerdote sí tiene a alguien que le ayuda y acompaña, porque tiene fe.
Y también piensa que si el chico tuviera a ese Alguien en el que apoyarse, no tendría tanta tristeza dentro.

Han pasado ya dos horas y la chica del metro, aunque ya no está en él, no deja de preguntarse qué puede hacerte perder la esperanza y la alegría hasta tal punto que todos los que te rodean pueden intuir lo mal que lo has pasado. Y no encuentra respuesta, lo que la inquieta aún más, porque ¿cómo vas a evitar algo si no sabes cuando, por qué o de que forma viene?