Siete

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Son las tres del último día de colegio antes de Navidad. La chica del metro adora la Navidad: los adornos, los regalos, las innumerables horas tirada en el sofá con su vieja manta de colores, los amigos a los que no veía desde hace tiempo, la familia...sobre todo la familia. Le encanta ver a su enorme familia reunida, una de las pocas ocasiones en las que se ven todos, ver a los mayores con los pequeños, hablando de cualquier tema, bailando y cantando las canciones de los adultos y de los jóvenes, dedicándose sonrisas y elogios por los regalos recibidos y afirmando una y otra vez que no piensan comer ni una sola cosa más mientras cogen un trozo de turrón.

Eso es la Navidad para ella, además de celebrar el aspecto religioso, ya que la chica del metro es cristiana. En su opinión eso no es ninguna tontería, pensar que hay Alguien que la quiere haga lo que haga. Alguien que la ayuda. Alguien que la ha aliviado en más de una ocasión.

La chica del metro va pensando en las Navidades que están a punto de comenzar cuando nota que alguien se sienta a su lado. Se gira a mirarlo sin mucho disimulo y se topa con la sonrisa egocéntrica de un chico alto y guapo, de cálidos ojos color chocolate y cabello rubio arenoso, el mismo chico al que vio por primera vez hace unos meses y que tiene la manía de mover la pierna, como si no pudiera estar relajado ni un solo segundo. Ella le sonríe y se dispone a seguir buscando a gente con la mirada cuando la interrumpe el chico:

—Perdona que te moleste, pero llevo viéndote todos los días en el metro y me pregunto por qué tienes la costumbre de mirar a la gente como si tuviera algún secreto que quieres descubrir.

—No quiero descubrir ningún secreto, me gusta observar a la gente, se aprende mucho— responde la chica del metro, sin dejar de mirar a su alrededor, aunque no se le escapa el resoplido burlón de él. Sin inmutarse observa:

—Aunque no lo creas es verdad, mirando a las personas, fijándote en ellas, aprendes a no dejarte llevar por las apariencias y a no esperar nada de nadie para dejar que te sorprenda. Aprendes algo en apariencia sencillo pero que, en realidad, no lo es, los humanos solemos tener ideas preconcebidas de la gente.

Él no responde, pero la chica del metro siente su mirada pensativa clavada en ella durante el resto del trayecto, una mirada que se interrumpe en cuanto el chico se levanta y, mientras se dirige a la puerta, dice:

—Ha sido un placer, chica del metro, ya nos veremos. Por cierto, me llamo Fernando, encantado de conocerte.

La chica del metroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora