Henry

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Peggy, Wolf, Shila, Red y Sally. Ok, están todos.

Sus correas están divididas entre mi mano derecha y la izquierda y tiran casi hasta ahogarse. Siempre me han gustado los animales, pero nunca he encontrado un trabajo adaptado a esta pasión. Así que finalmente me decidí: después de haber sido despedida de la cafetería donde trabajaba desde hacía cinco años, he tenido que buscarme una actividad desde cero. Mi gran patio me permite tener cómodamente diez perros con una distancia de seguridad y gracias a los panfletos dejados en las clínicas veterinarias y en las perreras he encontrado tres clientes. Humanos, obviamente. No es mucho, pero como comienzo debo contentarme. Y por eso me encuentro teniendo que pasear durante tres horas al día a Peggy, pequinesa de color miel, a Wolf, pastor alemán tierno como un bebé, a Shila, una perra labrador terrible, y a Red y Sally, una pareja de viejos pachones.

Es divertido cuidarlos.

No, no es divertido.

Lo es por la edad que tengo ahora, pero no podré sacar de paseo a perros toda la vida. Por eso me estoy moviendo para crear un especie de "campamento para animales", una casa donde quien quiera puede dejar sus bestias si tiene que marchase o por asuntos ineludibles. Todo, obviamente, a módicos precios. Esto es algo más estable aunque se necesitará mucho dinero para llevarlo a cabo.

Me siento en el banco del parque, teniendo cuidado de atar bien dos de los cinco perros que han dejado a mi cuidado. Soltarlos a todos juntos sería como ir a buscar la muerte voluntariamente, y aún no estoy lista para morir.

No a los 25 años.

Como de costumbre, hay mamás y papás con sus hijos, mientras yo estoy con mis perros. Pero ni siquiera son míos. Digamos que los perros son un buen comienzo para tomar responsabilidades sobre otro ser vivo, practicaría a la espera de que se insinuase en mí también aquel lejano deseo de ser madre. Antes de conocer a Elisabeth quería de verdad tener hijos, en el momento oportuno, con una casa, un trabajo estable, todo eso. Ella consiguió que odiará también eso.

Elisabeth es mi ex novia, una persona que aún no sé si colocar en el grupo de las que hay que olvidar o recordar para siempre. Solo sé que no le perdonaré nunca el haber insistido tanto en querer tener un hijo, porque ahora ni siquiera quiero oír hablar del tema. Es un capítulo cerrado desde ese momento y así debe permanecer.

Habitualmente, mi amiga Ruby me acompaña por las tardes, pero hoy se ha quedado en mi ex cafetería con mi ex jefe y mis ex clientes que aún se preguntan si he sido encerrada en algún hospital psiquiátrico. Digamos que mi adiós de la cafetería no fue propiamente tranquilo. Si mi jefe pretende que los clientes se sientan libres para toquetearme sin que les rompa la nariz, se equivoca de lado a lado. Las manos se meten en los bolsillos y no me interesa si levantar la mano a seres humanos poco respetuosos le quita prestigio al local. Y así me tiró a la calle, mientras Ruby, definitivamente más libertina desde ese punto de vista, sigue allí, y esta tarde está de turno hasta las ocho.

Suspiro antes de darle un golpecito a Shila en la cabeza. Es mi tormento, siempre logra crear pelea con los otros perros, es tremenda.

«Debes dejar de agitarte, ¿he sido clara?» la miró seriamente, con el dedo índice apoyado en mi nariz. Ella se echa bajo el banco, ofendida.

Suelto a Red y Sally que, coleando, van a olisquear a algún ser vivo que encuentran en su camino, poniéndoles ojos tiernos para recibir una caricia. Una cosa es cierta, siempre la obtienen.

Mientras mantengo un ojo en aquellas dos y acarició a Wolf que duerme, pacíficamente, abro la bolsa para coger un poco de agua. En ese momento, alguien se sienta a mi lado. Me giro lentamente y veo a un niño que puede tener diez años más o menos, respirando entrecortadamente, que mira alrededor con expresión asustada. Recorro con la mirada los alrededores, para asegurarme que nadie lo estuviera siguiendo, pero no veo a ninguna persona.

El castigo del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora