Sentimiento de culpa

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Me ha humillado una vez más.

La enésima. Me hace sentir que soy yo la equivocada como solo ella logra hacer, pero sé que esta será la última, aunque tenga que pedir una orden de alejamiento.

Vuelvo a ver su mirada malvada y celosa, como de costumbre por motivos infundados y aún peor, me hace sentir indefensa frente a otras personas. Me ha transformado en una mujer súcubo de la propia ex frente a la madre de Henry. ¿Cómo podía ni siquiera pensar en ser un punto de referencia para él si no era capaz de hacerme respetar?

Miro un punto en el vacío más allá de la ventanilla, desconocedora de la calle que aquella mujer está recorriendo para llevarme a su casa. Tengo frío, los temblores recorren mi cuerpo, pero es más una reacción de miedo y ansia. Y me queman los ojos por culpa de las lágrimas que no han querido quedarse en su lugar. Pero ni siquiera tengo la fuerza para secarme el rostro, todo es demasiado...iba mucho más allá de mis más horribles pensamientos sobre aquello en lo que nunca querría convertirme: una mujer débil incapaz de defenderse sola.

Me sorbo la nariz y un pañuelo aparece frente a mi rostro. Regina me lo está ofreciendo. Lo cojo para enjugarme los ojos. El labio continúa latiéndome, pero del pañuelo con que sigo taponándolo parece que ya no sale sangre.

Cierro los ojos haciendo que caigan dos lágrimas por las mejillas frías y húmedas.

Algunas imágenes colman mi mente. De la primera vez que la había visto, a la primera escena de celos, al primer choque sobre los objetivos de vida totalmente diferentes de los míos, que no hicieron otra cosa que hacernos perder trozos de nosotras mismas, en el intento de sobrevivir a aquel sinsentido que era nuestra historia. He amado a Elisabeth como nunca antes había amado a nadie en mi vida, pero mi independencia chocaba muy a menudo con su necesidad de tejer proyectos de futuro, un futuro donde yo era indispensable en su vida, yo era aire, oxigeno, esperanza y certeza de felicidad. Intenté hacerle cambiar de idea con la misma intensidad que intenté ir en contra de sus demandas, pero cada vez que hacía algo para contentarla, una parte de mí se sentía sofocar en un modo que me hizo odiarla, a ella, nuestra relación y el amor en general. Quizás no estaba preparada para estar con nadie, quizás tenía que vivir con los perros y dos peces para no herirme a mí o a otras personas. Y las condiciones de mi cara me sugieren que el único modo para evitar el rostro marcado era mantener alejados de mi vida los sentimientos. Lo máximo posible.

Sin embargo fue tan fácil enamorarse de ella y de su necesidad de afecto, de su necesidad incondicional de mí. Sus ojos y su sonrisa me hechizaron, habría catalogado su sonrisa seguramente como la más bella que nunca había visto y con la que nunca me había cruzado. No es su inconmensurable belleza, los cabellos rubios y los ojos azules lo que hacen a una mujer bella o fascinante, sino que si esos ojos brillan cuando escuchan tu voz, entonces sí que se hacen especiales. Y ella era así.

Pero todo eso no fue suficiente. El amor, la paciencia...me hicieron sentir indefensa frente a su seguridad. Me devastaron y me volvieron insegura como nunca lo había estado. Paradójicamente su paciencia, su amor incondicional me destruyeron en lugar de salvarme.

Ni siquiera me doy cuenta de que el coche se ha parado hasta que la puerta se abre y Regina me tiende la mano para ayudarme a bajar.

«Ven, hemos llegado» me dice tranquila

Con la carga de pensamientos y sensaciones que no sé cómo expulsar, me arrastro tras ella, hasta la puerta de entrada. Una pesada puerta blanca se erigía bajo un pórtico colmado de rosas rojas. El olor era embriagador.

Empieza disculpándose por el desorden.

Miro a mi alrededor. La casa está inmaculada. No sé qué entiende ella con la palabra desorden, pero ciertamente no se ajusta a esa casa.

El castigo del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora