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Presente.

Año 1997.
Dos semanas después del cumpleaños de Daniela.

Suspiré en la ducha. Cada vez repelía más el olor a rosas que mamá compraba para mi uso en la ducha, pero no podía dejar de usarlo. En el instante en que lo notaba la casa se volvía un infierno empezando por el regaño de mamá y finalizando con una paliza para ambas por parte de papá.

Me estremecí ante el recuerdo y me apliqué una gran cantidad de jabón líquido de rosas, solo para asegurarme de que nada saliera mal; no quería arruinar el trabajo que había hecho mamá por mí, a pesar de todo me había dado en bandeja de plata mi boleto de salida.

Quizás sí me quería.

Aclaré el jabón de mi cuerpo y salí de la ducha. El vapor había cubierto por completo el espejo creando una imagen distorsionada de mi rostro.

No lucía como la más feliz en este momento pero una vez que baje las escaleras sería la persona más obediente y encantadora del planeta, como mamá me había instruido. No podía perder los escrúpulos ante nada, así como ella.

La verdad que no sabía cómo lo lograba, quizás solo desconectaba su cabeza, quién sabe. Sea lo que sea le funciona a la perfección.

No lo voy a negar, ha no sido fácil esta vida tan injusta que me tocó. A penas acababa de cumplir diecinueve y ya estaba a punto de conocer a mi futuro esposo, sabía que todo estaba arreglado y esto no era más que un mero formalismo que debía ocurrir.

Sabía también que los matrimonios arreglados habían quedado en el siglo pasado pero no en esta familia, aún seguía en vigencia pero eso terminaría conmigo. Sería la última en ser privada del derecho de elección. Mis hijos no tendrían que soportar las estupideces de sus abuelos. Amaba a mis padres, de alguna manera retorcida lo hacía, era imposible no sentir afecto por tus progenitores, por muy mal que pinte todo.

De no haber sido por mi madre y padre estoy segura que no sería una persona tan fría he interesada en más de un aspecto. Su crianza no fue la mejor y tampoco la más ortodoxa.

No es que no ame la persona que soy hoy en día, antes no lo hacía pero de alguna manera no tuve la culpa de haber vivido las atrocidades que había callado y seguiré callando toda mi vida, incluso había ocultado más de un secreto a Guillermo; mi pobre y adorado hombre de ojos cambiantes. He debido aprender a quererme así como soy, he debido amar esta persona en la que me he convertido. No es que pueda cambiarla ahora, no bajo este techo.

Sabía que necesitaba mucho trabajo y paciencia y en su momento me ocuparía de eso, mi tarea principal era abandonar este techo.

Subí lentamente las medias transparentes por mis piernas hasta los muslos, quería tomarme todo el tiempo posible en arreglarme, retrasando lo inevitable. A pesar de todo una parte de mi se negaba a este estúpido acuerdo.

Traía sus pros y contras, pero los contras harían más peso con el paso de los años, un matrimonio sin amor estaba destinado al fracaso rotundo. Un claro ejemplo de fracaso marital era Ana, mi madre y Julio, mi padre. No sé cómo sigue si quiera en pie.

Alice las arrugas inexistentes de mi vestido azul, di una vuelta en espejo para tener una vista completa de mi cuerpo. Era precioso, yo era preciosa, lo sabía, estaba impecable y aún así miraba con asco y odio a la mujer del reflejo del espejo; la decepción de lo estaba por ocurrirle a mi vida me gana de sobra, por más que quisiera no había oportunidad para Guillermo y para mí y no podía seguir esperando por el en este lugar, no podía un segundo más.

Las cosas no deberían ser así, mi vida debía ser de otra manera, no esta...simulación triste y decadente, era un envase, un recipiente vacío tratando de ser llenado de alguna manera y mi madre...esa imposible mujer me quería llenar de cosas fatales y sin sentido, como ella.

Desesperado DeseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora