Incesante compañero de este camino sin salida... de este camino sin sentido que es la vida.
Testigo constante de cada caída, de cada llanto, de cada risa.
Tan rápido y tan lento. Irreverente y sosegado, fugaz y descarado.
Pasa cada segundo, cada minuto, y hora tras hora pasas de un día a otro, mes a mes, año tras año.
Y sin apenas darte cuenta, te consumes en los recuerdos, en los recuerdos que no viviste, en los recuerdos que soñaste y por los que nunca jamás luchaste.
Sigues caminando y sin notarlo parece que vas demasiado deprisa como para disfrutar de la vida. Y cuando menos te lo esperas te paras, mientras que todo a tu alrededor sigue rodando. Y observas cada vuelta que el mundo da, como la Luna viene y el Sol se va.
Intentas avanzar, pero la carga sobre tus hombros es demasiado pesada, y te impide continuar.
Y entonces miras atrás, es lo único que puedes hacer ya, e intentas averiguar dónde comenzaste a fallar, dónde escribiste ese error en tu destino imposible de borrar. Más no eres capaz de hallarlo y lloras, pues no has vivido, se va acabando el tiempo y solo piensas en el mañana, si cambiará ese futuro que ves gris. Y sufres pues ya no volverán esos momentos, esos días en los que existía la felicidad y te das cuenta de que no los supiste valorar, y la vida, tu vida, ya se va.
El tiempo arrasa con cada desliz, con cada palabra mal dada, con cada caricia olvidada.
Tiempo, tan señorial como modesto. Único amante constante, leal amigo, caminas día a día ensombreciendo mi camino.
Ahora solo quedan vestigios de un pasado caprichoso, con el que intentas lidiar, superar cada escalón, forzado a elegir entre continuar muriendo en vida, o comenzar a vivirla, sin olvidar jamás que el tiempo, por tí, no esperará.