Es nochebuena, estoy sentada en el sofá con mi teléfono y una taza de chocolate que ha sido secuestrado para inspirarme. Mamá se acerca y me regaña por beber antes de la cena, me hace apartar la mirada de mi teléfono para ver su rostro. Me observa y pregunta por qué tengo los ojos llorosos, decido no responderle y como si no le importara se retira de mi lado. Vuelvo a centrarme en mi teléfono y continúo con lo que estaba haciendo: escribir.
Hace unas horas todas mis tías estaban preguntando cuántos somos, cuántos platos, cubiertos, sillas, vasos necesitaremos para la cena, me encargaron hacer la lista para saber exactamente cuántos y quiénes somos. Cogí un lápiz y papel y empecé, de pronto, casi inmediatamente luego de escribir el nombre del patriarca de mi familia, me inundó una profunda tristeza que tenía como causa la ausencia por segunda Navidad consecutiva de la mujer que alumbraba nuestros días y alegraba la vida. No pude controlarlo y lágrimas comenzaron a caer de mis ojos. Ahora, recordando eso, las lágrimas invasoras vuelven para llevarse mi alegría. Levanto la mirada y veo a todas esas personas sentadas alrededor de la mesa y me pongo a pensar: Sí, es cierto, "las sillas vacías" duelen, rompen el corazón, entristecen y traen consigo miles de recuerdos, pero no podemos centrarnos sólo en lo negativo de todo esto, ¡eso es egoísta y tóxico! Las "sillas ocupadas" están para alegrarnos, vienen con el fiel deseo de pasar un buen rato con las personas que quieren, para disfrutar y nosotros. Me llaman para comenzar a cenar, este año me toca hacer el brindis. Lleno mi copa y comienzo a hablar. "Hago este brindis con la nostalgia provocada por las silllas vacías, pero con la alegría de que hayan sillas ocupadas por las personas más maravillosas que conozco. Por la familia, que es el núcleo de nuestra sociedad. ¡Salud!". Y por fin, es hora de cenar.
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Redacciones comprimidas.
Non-FictionPensamientos encontrados en sentimientos revoloteados.