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Los pasteles de chocolate son la especialidad de Rousy Pousy, los sirven con helado de vainilla y trozos de fresa y son lo más delicioso de este planeta. El local tiene varias mesitas con manteles a cuadros color rojo y blanco, y sus clientes, en su gran mayoría son parejitas amorosas que destilan miel a lo pendejo. La fama que corre gracias a la receta secretísima entorno a Rousy Pousy, es que sus pasteles pueden animar hasta al más decaído, es por eso que Sara me ha sacado del local, ya que estoy derramando lágrimas como cascada y supongo que arruino el spot.

—Regina, por favor, no llores —dijo Sara, mientras me ayudaba a sentarme en la banqueta, cerca de donde estaba estacionado mi auto—, no vale la pena que llores por ese.

No pude contestar, ¿cómo decirle que lo quiero? ¿Cómo le explico que a pesar de su comportamiento siempre tengo la esperanza de que cambie?

—Ni siquiera lo amas —acotó Sara, tal vez al ver mi expresión—, te encaprichaste con él sólo porque tu mamá te lo prohibió.

Hubiera querido contestarle, pero en lugar de eso, simplemente tomé un bocado del pastel y me lo metí a la boca.

¿Han probado algo extremadamente dulce llorando?

Si son masoquistas háganlo, sino, mejor olvídenlo.

Es un terrible sabor, y perdón Rousy Pousy, pero me siento peor que la mierda.

Eso de que animan al más decaído es una mentira grande como una casa.

Pero volviendo a lo de Sara...

No quería contestar, tenía que analizar muy bien la respuesta.

Tal vez por primera vez en mi vida, quise darle la contraria a mi madre, ella siempre ha decidido el rumbo que debo tomar, así que no he podido equivocarme como yo quisiera. Es verdad, hice algunas cosas alocadas, de las que Sara es testigo, pero mi madre jamás tuvo idea.

¿Será verdad que no hay amor?

—¿Tú que crees? —Contesté al cabo de un rato, en el que varia gente que pasaba por la calle nos miraba con extrañeza, y otras me pareció hasta se compadecían. Si debo verme pésima sentada en la calle con pastel en mano y llorando.

—La verdad... que estás pendeja.

—Gracias —dije riéndome involuntariamente—, pero ya me lo imaginaba.

—Es en serio —ella también río brevemente—, te lo digo porque siempre has sido muy inteligente, y creo que te mereces algo mejor, no a ese bastardo bueno para nada.

—Es que...

—Pero él no tiene la culpa de todo, tú no eres la víctima aquí, puesto que sabías quién era y lo que te esperaba con él.

—Gracias. —Repetí sin ánimo, lo mejor de Sara es que no se compadecía de mí, siempre dice las cosas como son, sin tapujos.

—No me agradezcas, además la solución está en tus manos.

Le hubiese contestado una grosería de no haber sido porque en ese preciso momento sonó mi celular. Logré sacarlo de entre el mar de cosas de mi bolsa, pero antes de que poder siquiera mirar quién me llamaba, Sara me lo arrebató.

—No le vas a contestar —dijo seriamente, reviso en la pantalla quién llamaba y por la expresión de su rostro, supe que se trataba de Daniel.—, tú estás todo el tiempo disponible para él, ya es hora de que se vaya acostumbrando a que no eres exclusiva.

No dije nada, y por dentro sentía un placer culposo. "¡Que sufra!", me grité mentalmente.

—¿Vamos por unas Skky? —le pregunté a Sara, para después limpiarme con un pañuelo las lágrimas.

Diez Días sin SexoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora