La melodía perdida. Die Liebe.

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En las brillantes hierbas, tan verdes y frescas, como si en vez de tierra de un mar de colores se tratara, las flores se plantan bajo las sombras de los sauces, refugiándose de las oscuras nubes. Va a llover y los pájaros regresan rápidos a sus nidos, las mariposas se esconden entre el manto de las hojas, los seres del bosque vuelven todos a sus casas.

Las hadas surcan veloces las ramas. Se reúnen todas en los huecos de los troncos, junto a los búhos, y cuchichean con grititos, atemorizadas por los relámpagos. “¿Cuándo acabarán las tormentas?”. Gnomos y rikes están algo asustados; los gnomos vuelven a sus setas y los rikes, traspasando el gris cielo, golpeando sus gruesas y azules alas, vuelan clavando su mirada parda en sus diferentes cuevas, mientras, a las ranas les cae encima la tormenta. Sólo un fénix perdido se atreve a posarse, sereno, en la rama del único árbol muerto, cenizo, desflorado: descolorido.

Ya estallan los truenos en medio, alrededor y, definitivamente, en todos los sitios del bosque, cuando, momentáneamente, casi inaudible se oye, sin parecer caber entre aquel estruendo, una armoniosa voz que hace enmudecer a las irritables hadas, temblar las frágiles alas de las mariposas, a los gnomos echar el cerrojo de sus pesadas puertas, que los ojos de los rikes se cerrasen con fuerza y que el fénix perdido se sonriera malicioso.

Apareció un caballo negro, de pelo blanco y esbelto, casi diríase “andando” con elegancia, de entre los arbustos y árboles mojados. Parecía ajeno a la tormenta y, sin embargo, las flores no temblaron por eso: cabalgando encima, y de igual forma ausente, un humano de iris rojizo estaba cantando imperturbable, como si de un día alegre y soleado se tratase.

Extendió las alas el fénix y se posó en una rama más cercana.

— ¡No! – dijo una voz chillona que nacía en el hueco de un tronco de un árbol.

— ¡Imposible! – gritó un gnomo enfurecido – ¡qué se vayan de aquí!

El caballo se para, pero el humano, como endemoniado, sigue cantando y su voz es tan hermosa, que si no fuera porque esas melodiosas notas eran muy bien conocidas, porque estaban profundamente marcadas en las raíces de esa fértil tierra, se podrían confundir con el bello canto de una hermosa sirena, perturbada por su propia armonía.

Sólo el fénix perdido se vuelve a acercar; sólo él se atreve a mirar atento, sin asombro aparente o miedo, mientras, animal tras animal, todos y cada uno de los que escuchan, son ateridos por el miedo.

Repentinamente, cesa la letanía, y el silencio más lúgubre y vasto que el que puede albergar el océano más muerto y oscuro, estrecha fuertemente a todos los seres vivientes del bosque; incluso la tormenta acalla sus truenos:

— ¡ASESINO! – aúlla el joven escapando de su pecho su propio ser en agonía. Su corazón, el odio forjado por los celos sin piedad, el sentimiento reprimido por el tiempo y el espacio de una maldición ineludible, estrujado en el miedo y, finalmente, liberado en siete simples letras. El poder de la palabra hizo su efecto. La elegancia y el porte de caballo y caballero se desvanecen al caer, tristemente, los dos moribundos culpables al suelo.

El fénix, que contempla su llanto, vuela: surca el cielo conmovido; susurra, canta a su lado y el endiablado humano suplica:

— ¡No sé quién soy! ¡Dímelo! Ya no sé qué pensar, ni siquiera sé qué nos he hecho ¡ni a mí mismo, ni a todos ellos! Sólo sé que soy culpable ¡porque así lo siento! Lo siento… sé que lo soy, porque, porque me siento como si el aire que respiro fuera siempre frío e inundara mi cuerpo, fragmentándolo, carne por carne… ¡Porque no siento amor! Porque las notas ya no tienen orden y son arpegios mal seguidos; no suponen nada, ni contienen nada en sí mismos. Ya no tengo poder para ser alguien, sin sentir que es siempre un engaño. Si tan sólo hubiera podido controlarme… pero todo eso ya no sirve: estoy acabado. Pero esto no puede quedar así ¡No! Yo maldigo; maldigo a todo aquél que me siga, maldigo a todo aquél que la quiera, maldigo todo aquello que es falso y a todos los que no cumplen su condena… No, detente, por favor… No soy quién para maldecir, pero ¿qué puede encontrar alguien incapaz de amar? Alguien condenado a una tortura incalculable… ¿qué solución, excepto el odio? No conozco el perdón, no sé qué forma tiene, porque no lo he sentido. ¿Qué puedo hacer para acabar con un dolor que parece inextinguible, sino es amar ni ser amado? Sólo encuentro una salida a mi desdicha en esta absurda melodía, pero ¿qué puede arreglar eso? ¿Cómo voy a pagar mis errores con canciones? ¿Quién las querría?

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