La sombra de Neken

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I PARTE

No se me ocurre una forma más efectiva de empezar a hablar sobre el miedo que describiros la ciudad subterránea de Neken. Sé que aunque muchos de vosotros os la habéis imaginado, y que incluso algunos cuantos habréis utilizado los medios de transporte de los túneles, pocos sabréis realmente qué tipo de sociedad se encuentra habitando bajo nuestros pies. Yo tampoco habría tenido que averiguarlo, de no ser por el doctor Nolan. Al terminar mis estudios, la única práctica que me asignaron fue a cargo de este reputado doctor: la capital se encontraba al borde del desastre, la pobreza empezaba a afectar a la superficie de la ciudad, y por tanto, el gobierno, tuvo que tomar medidas drásticas contra la miseria del subsuelo. Ahí es donde entramos nosotros, los practicantes, el proyecto de los especialistas de campo.

Los sin techo se acumularon bajo la capital cuando, paradójicamente, la crisis creía remontar sus horas bajas, y en menos de cinco años, los mismos vagabundos que morían de frío en las calles de las grandes ciudades, se convirtieron en una tribu asentada bajo la única ley del mejor escondite, de la supervivencia básica. Sin embargo, esta sociedad marginal poseía unos límites, unas leyes de convivencia que les permitía continuar con esta existencia “primitiva”, alejada de la sociedad privilegiada que con facilidad pasmosa había asumido esta realidad como única e inamovible. Yo, que había nacido y vivido entre las leyes y la ética de la superficie, decidí dedicarme, de entre todas las materias, al análisis de la mente y el cuerpo humano para predecir, describir y combatir las enfermedades de esta sociedad subterránea, que empezaba a suponer un verdadero problema para la imagen de Neken y sus ciudadanos. Para conseguir un puesto como practicante, los estudiantes debíamos encontrar a un maestro, un mentor que nos dirigiera en nuestras formulaciones; pero, a diferencia de tan sólo hace tres décadas, dicho ejercicio debía de llevarse a cabo bajo condiciones de verdad, es decir, debíamos demostrar que éramos capaces de realizar nuestro trabajo in situ. Si aquello no funcionaba, el dinero, los años de estudio que habíamos empleado para llegar hasta ahí, los sacrificios, todo se convertía en una perdición: nadie quería contratar a un especialista que era incapaz de llevar a cabo una acción, por muy brillante que fuera su teoría y ¿de qué podía trabajar un especialista si no era en su campo? En nada. Era todo o nada, y la nada no era la carencia, no, aquello significaba poco menos que el destierro a la barbarie de la especie: la sociedad subterránea.

Mi mayor temor hasta que empecé a trabajar con el Dr. Nolan era si sería capaz de enfrentarme a la muerte ¿sería capaz de desatornillar un cuerpo humano una y otra, y otra, y otra vez hasta el fin de mis días? Cuando lo hice, pensé que lo peor había pasado. Pero el miedo tiene tantos caminos como el conocimiento, y cuando piensas que no hay nada más, aparece una chispa que te deslumbra y te deja boquiabierto. Por eso, al recibir nuestra primera llamada, yo estaba verdaderamente tranquilo: tenía la situación controlada. Nada más bajar por uno de los accesos, el ambiente se enrareció con olores desconocidos que acompañaban a los extraños colores de la pared, que si bien no sabría describir, dejaban claro que por allí habían pasado incontables graffitis, carteles, manchas y desperdicios de toda clase. Enseguida ví a varios extraños tirados, pero era evidente que no les importaba nuestra presencia, y que aunque así hubiera sido, no estaban en condiciones de enfrentarse a nosotros, o a nuestro manojo de herramientas. Continuamos hasta el primer acceso sin problemas, y una vez allí entramos definitivamente en el nuevo mundo. Era exactamente lo que me esperaba a primera vista: un montón de cacharros y trapos indistinguibles de los propios seres que habitaban el basurero, y algún que otro animal perdido; pero pronto llegamos a una zona distinta de la anterior. Esta estaba dividida por mantas y alfombras que formaban pasillos y habitaciones alrededor de otras salas con verdaderas paredes, que antes debieron de estar cubiertas de baldosas o azulejos, y en ellas parecían habitar familias realmente establecidas. Habíamos llegado al núcleo de la ciudad.

En uno de los precarios dormitorios nos esperaba el que iba a ser probablemente mi primer paciente, el señor Kransky, un hombre de unos cuarenta años, extremadamente delgado y pálido, sin ningún rasgo que lo pudiera diferenciar de otros de los cientos de hombres que formaban la tribu subterránea; mi diagnóstico: infección por Vibrio cholerae, mi resolución: “hay que evitar el contagio…” Antes de tocar el exterior, una bandada de extraños nos agredía al Dr. Nolan y a mí, arrojándonos las pieles y los despojos de lo que antes parecían haber sido gatos, y con razón. Los especialistas no éramos sino una excusa, una manera de certificar que aquél sitio tenía que cerrarse de alguna manera, de que no estábamos como para gastar nuestro dinero en aquel inframundo insalvable, al que sin embargo no podíamos seguir ignorando. En ese momento no me parecía todo tan sencillo como lo veo ahora. Entonces, mi perspectiva estaba tan diluída que pensaba que aquella agresión era lo peor que podía ocurrirme en los límites de la civilización, y así continuó durante un tiempo, pero un día, cuando mi mente ya había convertido en tabú todas aquellas sensaciones, ocurrió lo que todos temíamos que comenzara. Es cierto que antes de eso ya había habido agresiones, ataques furtivos principalmente, pero supongo que simplemente nadie se esperaba algo peor. Confiábamos que la pobreza alejase a los de la superficie, y que la situación se mantuviera con unos simples robos, violencia sexual ocasional o quizás sangre derramada esporádicamente, pero siempre entre ellos, entre los extraños. Era evidente que si existía un contacto entre la zona exterior y la inferior, dicha conexión era encubierta a toda costa, y nadie se atrevía a romper este frágil equilibrio, porque, reconozcámoslo, estábamos al borde del caos. Sin embargo, Neken nunca imaginó hasta donde podían extenderse las sombras de su mente, hasta qué punto era capaz de engendrar una conciencia social neutra sobre el verdadero caos, cuya máxima fuera la indiferencia. Indiferencia que se había apoderado paulatinamente de las leyes de la ciudad y su ética, hasta reducirlas al ridículo más espantoso… Hasta que el monstruo despertó.

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